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4 de mayo de 2007

Pelo'e Yegua.


En el brazo izquierdo apoyado sobre la cerca del potrero, el joven campesino descansaba con abandono su cabeza desgreñada. Cerca de él, al otro lado de la empalizada, la yegua de la familia lo miraba dulcemente a través del cerquillo largo de su crin rizada. 

El enamorado acarició suavemente, con su mano derecha fuerte y callosa, el cuello y la cabeza de la bestia amansada. Con el dedo índice, apartó hacía un lado la pelambre cubriendo casi completamente los ojos del animal. Mirándola directamente con expresión lujuriosa, se dirigió a ella en un tono bajo propio de cómplices: ¡te voy a dar pinga esta noche como a ti te gusta, Rosalinda! Un breve resoplido apasionado fue su respuesta. 

Súbitamente, el joven campesino fue empujado hacia un lado con violencia. El batacazo de otra bestia contra la empalizada lo tomó por sorpresa, concentrado como estaba en su fantasía erótica nocturna. Había olvidado completamente que tenía un rival en el potrero: el alazán nuevo de su hermano Pedro. 

Desde el suelo, adonde había ido a parar de golpe, contempló rabioso e impotente como su contrincante montaba y penetraba fácilmente su potranca favorita; cuya placentera y débil resistencia se le hizo marcadamente evidente. Incorporándose de un salto, recogiendo de un manotazo su raído sombrero, el joven campesino giró sobre sus talones. Mientras se alejaba airado y gesticulando violentamente, exclamó con agravio: ¡Yegua puta! 

(Una fantasía bucólica y real muy campesina)

El joven obstinado mantenía gacha su cabeza de cabello largo y crespo. El policía apartó con las tijeras los rizos que cubrían el rostro de éste. Con sonrisa maliciosa, y tono despreciativo, gesticuló hacia el piso y le espetó: ¡Mira como hay pelo’e yegua ahí!
Esa noche de sábado había comenzado como cualquier otro día del verano cubano: cálida y húmeda. La cola en el cine La Rampa daba la vuelta en la esquina de la calle 23, y llegaba más allá de media cuadra en la calle P. Pero la espera valía la pena, porque esa noche comenzaba el evento cinematográfico anual conocido como Marilyn Monroe In Memoriam.
¿Qué importancia podría tener, para la creación del hombre nuevo en Cuba, recordar la caótica vida de la desaparecida actriz norteamericana? Quien sabe, a lo mejor su vida era parte importante del gran complot donde ya se libraba la Batalla de las Ideas. Aunque para ser honesto, el evento cultural era sólo posible gracias, en su opinión, al poder indiscutible entonces de la única Diva Oficial de la Revolución, Alfredo Guevara, director del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica. Cualquiera fuese la razón de su celebración, Marilyn era importante para el joven sólo por ser una fuente agradable de entretenimiento. Una oportunidad de avizorar otros paisajes, diferentes ideas, emociones; y para que mentir, ¡hombres hermosos! Tenía que admitirlo, los imperialistas lo habían penetrado fácilmente, con su profesionalismo para entretener, desde hacía mucho tiempo.
La cola comenzó a avanzar lentamente. ¡Qué alivio, pronto estaría sentado cómodamente con aire acondicionado! El joven obstinado no vio el carro de la policía hasta que estuvo apareado casi a su lado. Con el rabo del ojo, y tratando de pasar inadvertido, observó como el oficial en el asiento del pasajero paseaba su vista a lo largo de la fila que avanzaba. Sin saber por qué sintió que estaba en peligro. Desde hacía varios años un sentimiento de culpa lo embargaba sin razón aparente. Los líderes de la Revolución desde sus posiciones de ingenieros sociales habían determinado que la condición humana era inapropiada para la construcción del Socialismo, por lo tanto había que reducirla forzosamente al molde homogéneo del Hombre Nuevo. Un hombre más simple, no tan complicado ni tan lleno de aspiraciones y opiniones; fácil de moldear y dirigir hacia las metas grandiosas de sus maestros. Él, por el contrario, era tan defectuoso, complejo; y además, maricón.
Dos hombres en diferentes partes de la cola, llamados por el oficial para identificarse, les fueron ordenados sentarse en el asiento trasero después de retenerles los carnés de identidad. Unos segundos más tarde, el joven terco sintió sobre él la mirada fría del policía. Meneando repetidamente su dedo índice como la cola de un perro, éste le dijo perentoriamente, -“Ciudadano, acérquese aquí”. ¡Oh, oh! ¿Ciudadano y no compañero?, pensó nerviosamente el compañero descalificado. Más rostros asustados, brazos y piernas agolpados como quiera en la parte posterior del auto fueron transportados sin explicación alguna hasta una estación de la Policía Nacional en Centro Habana unos minuto más tarde. Eran aproximadamente las nueve de la noche y ya había en el lugar un pequeño grupo de jóvenes dirigiendo miradas nerviosas a su alrededor.
Las horas comenzaron a pasar, y durante ese tiempo más hombres fueron traídos al vestíbulo del edificio al parecer de diferentes lugares de la ciudad. La única cosa en común entre ellos era el uso del pelo largo. Una explicación, o quizás una arenga revolucionaria acerca de las modas decadentes del capitalismo eran de esperar. Pasada la medianoche, el oficial de guardia empezó a llamar al primer grupo de individuos que serían llevados al interior del edificio. Al menos el final de esta situación incómoda estaba ya cerca, ¿o no? Al poco rato, los primeros en ser llamados comenzaron a salir silenciosamente al vestíbulo uno tras otro para desaparecer a través de la puerta de entrada del edificio en la oscuridad de la noche, después de recoger sus carnés de identidad. La cabeza de cada uno de estos individuos estaba coronada con mechones de pelos irregulares resultado de un corte burdo del cabello. El joven obstinado no podía dar crédito a sus ojos. No podía creer que estuviera siendo testigo, y posiblemente víctima, de tal violación del espacio personal de un adulto. Con solo pocos años de edad al triunfo de la Revolución Fidelista, limitaciones a la libertad personal habían llegado paulatinamente hasta él en un proceso explicado como normal debido a la batalla contra las clases explotadoras del país y sus aliados externos, las fuerzas imperialistas determinadas a destruir la nación. Que el pelo largo de un hombre pudiera afectar la unidad y la seguridad nacional no tenía sentido alguno para él. Pero quienes han crecido en un ambiente político donde el abuso de autoridad es la norma, ser pasivo es una cualidad invaluable para sobrevivir que se aprende desde temprano. Rebelarse no es bueno para la salud, dictaba la sabiduría popular. Sobre todo si implicaba cuestionar la motivación ideológica de la Revolución al comandar, no importaba cuán absurda o abusiva la orden.
Por ese motivo, cuando el joven obstinado se viró hacia la persona sentada a su derecha en el banco para explicarle que no iba a salir esa noche de allí porque iba a protestar su detención ilegal, y que por favor apuntara el teléfono de un vecino de sus padres para reportarles lo acontecido, no pudo tampoco dar crédito a lo articulado por su boca. Poco tiempo después oyó su nombre y se dirigió hacia dos policías que desde la base de la escalinata central del vestíbulo le hacían señas de acercarse. – Vamos al piso de arriba, ordenó el más viejo. - ¿Al piso de arriba…a qué? - No te hagas el tonto, a que va a ser chico, ¡a pelarte! – Un montón de sensaciones desagradables invadieron el cuerpo del joven, mientras un remolino de ideas trataba de organizarse en su mente para poder argumentar razonablemente y con calma. – ¿Y qué ley o parte de la constitución, me pudieran explicar, los autoriza a ustedes a pelarme forzadamente? Éste razonamiento no cayó bien con ellos, que solo lo interpretaron como un desafío a la autoridad. – ¡Aquí la ley somos nosotros!, fue la respuesta seca. Y ambos le agarraron los brazos y empezaron a arrastrarlo hacia la escalera.
Asustado pero resuelto, el joven obstinado continuaba sorteando en su mente el remolino de ideas que giraba como la Rueda de la Fortuna de un programa televisivo. El contacto físico de las manos de los policías en la piel de sus brazos fue el interruptor de ese proceso. El torbellino mental paró y la flecha indicadora señaló en la rueda de ideas la única acción posible para reafirmar su dignidad personal y a la vez evitar cualquier violencia que justificara represalia física y legal en su contra: resistencia pasiva. Con una habilidad desconocida por él hasta entonces, pudo desconectar su cerebro de la acción motora de sus músculos, desplomándose inmediatamente así al piso. Su cuerpo flácido colgaba de las manos de los policías asombrados, que lo halaban vanamente hacía arriba para obligarlo a incorporarse. – ¡Vamos comemierda, párate! – Déjenme hablar con el jefe de la estación. – El jefe no se encuentra, vamos, ¡párate! Maldiciones e insultos comenzaron a oírse cuando más policías comenzaron a agruparse alrededor. – Agárrenlo por los pies y los brazos para subirlo al segundo piso, una voz ordenó.
Así cargado fue llevado hasta un cuarto donde fue sentado en una silla de barbero improvisada. El joven obstinado mantenía gacha su cabeza de cabello largo y crespo. El policía apartó con las tijeras los rizos que cubrían el rostro de éste. Con sonrisa maliciosa y tono despreciativo gesticuló hacia abajo y le espetó: ¡Mira como hay pelo’e yegua en el piso! Alguien impuso silencio y ordenó que lo empezaran a pelar. Mientras los bucles brillosos de su cabello castaño caían en su regazo, el joven empezó a hablar con tranquilidad forzada. – Ustedes saben que cuando la Revolución triunfó, unas de las primeras medidas que tomó fue erradicar del país la represión de los esbirros. Pues bien, ése es precisamente el papel jugado por ustedes ahora, el de esbirros represivos. Silencio absoluto. Algunos de los presentes comenzaron a alejarse calladamente del lugar.
Una vez terminado el pelado el policía funcionando como barbero le ordenó levantarse e irse. Pero el joven obstinado no se movió del lugar, y volvió a preguntar por el jefe del lugar. En respuesta fue levantado en vilo del asiento, cargado descuidadamente ésta vez escaleras abajo hasta el patio, y dejado caer en el suelo al lado de un grifo de agua. Los policías que habían estado con él desde un principio pusieron su cabeza debajo del chorro de agua corriente durante un rato. Pero al no obtener reacción alguna, comenzaron a echarle agua con una vasija, primero adentro de un oído, y después, con un movimiento violento de los brazos, forzadamente adentro de las fosas nasales.
En la distancia, la silueta oscurecida de personas inquietas se dibujaba en el umbral de la puerta que comunicaba con el patio. Una figura alta y delgada se desprendió del grupo para acercarse al trío en la esquina donde el agua corría todavía del grifo. – Paren eso y llévenselo a la celda número uno, ordenó. Obedeciendo instantáneamente, los esbirros levantaron al rebelde con cuidado y lo depositaron en el lugar indicado. Solo ahora, con algunos rasguños y todo mojado de la cintura para arriba, el joven obstinado temblaba, no de frío sino de ira y miedo, en el piso del pequeño cubículo enrejado. Cerró los ojos un momento y al abrirlos de nuevo advirtió, al otro lado de la reja, la figura conocida que había detenido el método acuoso de quebrantarlo. – Me han dicho que querías hablar conmigo, yo soy el jefe de la estación. Después de tantas humillaciones, el joven era ya no sólo terco sino también incrédulo. - ¿A esta altura vienes con el cuento de que eres el jefe? – No te creo. - ¿Y qué vas a hacer, seguir tirado ahí en el suelo? Al no obtener respuesta, su interlocutor dio media vuelta y se retiró.
Unos minutos más tarde, el ruido de un automóvil en el patio cogió la atención del joven tirado todavía en el piso. Un policía abrió la reja de la celda, dos más entraron en ella y agarrando al joven, por los pies y los brazos, lo llevaron hasta un vehículo en espera. A través de una puerta abierta fue introducido en la parte trasera y colocado en el asiento. Con un esbirro a su lado, y el chofer con su acompañante al frente, el joven sintió cuando el carro comenzó a moverse. Unas puertas metálicas al fondo del patio chirriaron al ser abiertas para dar paso al vehículo que se escurrió rápidamente en la calle adyacente al edificio policial. El ruido de las puertas al cerrarse detrás de él actuó en su cerebro como un interruptor que lo conectó de nuevo a la acción motora de los músculos de su cuerpo. Inmediatamente se incorporó en el asiento y adoptó la posición de un pasajero normal. Los otros ocupantes del vehículo lo miraron asombrados, pero no dijeron ni una palabra. Una calma intranquila reinaba en el interior del carro. En la mente del joven obstinado e incrédulo, las ideas comenzaron a girar aceleradamente de nuevo. - ¿Adónde me llevan, qué va a pasar ahora? Para su tranquilidad, la respuesta no demoró mucho en llegar. Nos dirigimos a un hospital cercano, aclaró voluntariamente el jefe del grupo que parecía adivinarle el pensamiento. Y efectivamente, unas cuadras más adelante el hospital en la Avenida de Carlos III se delineó en la distancia.
El chofer maniobró el vehículo y lo parqueó enfrente de la Sala de Emergencias. Todos caminaron hacia su interior y, una vez adentro, la presencia del médico de guardia fue requerida. El doctor, al parecer un estudiante o graduado reciente preguntó con amabilidad en que podíamos ayudarlo. – Necesitamos una declaración médica que atestigüe que el ciudadano no ha sido golpeado. La expresión amable en la cara del médico cambió inmediatamente por una de seriedad. – Necesito hacer un examen médico y hablar en privado con el compañero.
Una vez a solas con el doctor, el joven le narró brevemente lo acontecido durante esa noche, mientras éste lo examinaba y lo interrumpía con diferentes preguntas. Al final, el médico garabateo un corto reporte que, de vuelta adonde estaban los policías, dejó caer en el buró frente a ellos sin decir palabra. El jefe del grupo agarró el papel, y poniéndolo enfrente de la cara del joven obstinado le dijo fríamente, mientras golpeaba con el dedo índice de la otra mano la superficie del papel. - ¡Aquí dice que nosotros no te hemos torturado! ¡Si al salir de aquí te lanzas frente a un autobús, nosotros no somos responsables! – No pierdan cuidado, no me voy a lanzar frente a ningún autobús. ¿Me puedo retirar? – Si puede. – Bien, entonces, ¡buenas noches!
Al salir por la puerta de entrada de la Sala de Emergencias, la brisa fresca de la madrugada acarició el rostro del joven obstinado. Un leve escalofrío recorrió su cuerpo cubierto todavía con la ropa húmeda. Caminando las calles solitarias de la ciudad hacia su hogar distante, tuvo tiempo suficiente para reflexionar sobre lo sucedido. Y se sintió orgulloso de su capacidad para resistir el abuso de poder. Esa noche de aprendizaje fue definitivamente la primera vez que experimentó por sí mismo como la valía y el respeto a la dignidad inherente en cada ser humano también aplicaba a su orientación homosexual.


EPÍLOGO


Aparte de la introducción ficticia de esta narración, que ilustra el primitivismo social de un amplio sector del aparato represivo utilizado por el régimen, los acontecimientos de esta historia le ocurrieron en realidad al autor de esta bitácora, y no terminaron en esa noche desafortunada. Al siguiente lunes, solicité una reunión con las organizaciones sindicales y políticas de mi centro de trabajo para denunciar el incidente. Se me prestó atención y se tomó nota de lo ocurrido; y aunque nunca supe que pasó con mi denuncia, el teniente a cargo de la estación de policía donde estuve detenido intentó intimidarme en dos ocasiones haciendo uso de terceros.