G

4 de febrero de 2009

Los Héroes, por el Yoyi


Oliverio Funes, padre, y el Yipicito que construyó
en su taller del Rpto Sta. Catalina La Habana Cuba
Mi Isola está plagada de héroes, héroes grandes, héroes anónimos. Gente que con el curso del tiempo y la vorágine de la vida diaria vamos olvidando poco a poco como esa mancha de café en el mantel de nuestras madres que se va borrando, no por el detergente sino por el cansancio. Hay héroes en todas las esquinas, en todos los sitios, en todos los tiempos. Para mí, son irremplazables en la vida. A través de ellos aprendí a decir verdad, a soñar, a luchar por los sueños por muy utópicos o desalmados que sean y suelen serlo, no hay otra forma de llamar a los sueños más que con estas palabras que para algunas personas pueden ser una ofensa. Los héroes están por lo general enfermos de sueños y en casos más graves hasta de esperanza.

La vida los lleva por los caminos más duros y a veces hasta suelen comportarse como todo lo contrario, quizás por modestia, quizás por costumbre o porque la mayoría de las veces ellos mismos no saben que son héroes de alguien. Desde que tengo uso de razón ellos van pasando poco a poco por mi memoria hasta que se van, por eso intento que algunos se queden para siempre. Lo peor es que quizás en momentos en que estuvieron enfrente de mí, ni siquiera reparé en ello, lo vengo a pensar ahora, cuando ya no están. Cuando el tiempo y la situación me llevan a aferrarme a no olvidar las cosas que me han hecho como soy porque no quiero ser como el sistema donde vivo pretende que yo sea. Quiero ser como nací y para eso debo asistir a mi pasado casi todo el tiempo, es eso lo que nos hace un poco humanos.

De pequeño no había juguetes en ningún sitio y los padres a veces se echaban en cara a sí mismos una carestía tan penosa como esa, ya que quizás otra cosa no, pero los niños en cuba, los hijos, suelen ser sagrados. Es normal ver a una madre no comer o no vestirse por darle de comer a sus hijos, es normal ver a un padre recorriendo muchos kilómetros por conseguir algo de proteínas para sus retoños, además es un acto de orgullo, es una costumbre cubana y de ahí vienen muchos héroes. Uno de los juguetes mejores que tuve en todos los tiempos fue un fusil de madera que hizo mi padre a golpe de serrucho, lija y pintura, por desgracia como éramos dos había que pintarlos diferentes y se pintó con lo que se pudo, el de mi hermano azul claro y el mío era rosado. No daba ni una pizca de respeto aquel fusil, en los juegos cuando “mataba” a alguien este nunca se moría, ni siquiera se inmutaba con los decibelios de las ráfagas mezcladas con saliva pulverizada que salía de nuestras bocas. Pero ese era mi juguete, el que me hizo mi padre, el mejor del mundo. Aunque fuera rosado, me duró casi hasta el día de hoy. Ahora en mis manos es muy pequeño y ya no es rosado, las capas de plywood que ha ido soltando lo han dejado en un desvencijado e irreconocible pedazo de madera contrachapada.

Un día andaba por ahí, no me acuerdo con quien, ni como. Solo que vi doblar por la esquina de un barrio destrozado y lleno de baches un pequeño autobús, tan pequeño como la caja de un refrigerador antiguo, con pequeñas rueditas y eso sí, atestado de niños. Niños y más niños corriendo detrás del curioso artefacto esperando su turno. Por desgracia los detalles se me han borrado, creo que incluso a manera de broma delante llevaba un rotulo que decía (leyland) que era la marca de unos antiguos autobuses que corrían por las calles de Cuba, eso sí, recuerdo que el volante estaba en el medio y lo conducía un señor muy delgado, de pelo blanco. Este señor mágico gozaba viendo la cara y el escándalo de los niños por “dar una vuelta” parado me quedé un rato mirando semejante sueño aparecido en la realidad. Estuve muchos días soñando con ese pequeño autobús. Era como si de pronto el mundo no fuera gigante, como si las cosas fueran más fáciles para un pequeñajo como yo. Le contaba con lujo de detalles a los de mi aula y no me creían, incluso de broma empezaron a llamarme Gulliver, nombre que me gustaba pero no duró más que el día que hice la historia para tomar posesión de nuevo mis apodos el yoyi, o el flaquito.

Meses estuve escudriñando todas las calles de los sitios donde estuve con mi madre o con cualquiera de la familia a ver si aparecía de nuevo la ilusión rodante pero nada, quizás pasaron años y la guagüita no aparecía. No recuerdo si en silencio lloré por no haber pedido una vuelta o al menos haber preguntado donde vivía ese señor de pelo blanco que manejaba una guagüita del tamaño de una caja de cartón grande. Lo di por perdido, como se pierden los sueños, como se pierden los héroes.
Un buen día, mi padre fue a casa corriendo a buscarme al mediodía. A la misma velocidad me sacó y me llevó a su trabajo sin decirme el porqué de tanto apuro. Al entrar en la base Náutica del INDER donde trabajaba me encontré con otro tesoro gigante, la réplica de un pequeñísimo Jeep Land Rover rojo y el señor del pelo blanco, de ojos grandes y tristes aunque con una sonrisa humilde perenne en su rostro. Mi padre con orgullo me lo presentaba como haciéndome un regalo, pero los niños son raros, ni siquiera levanté la mano para responder a aquel mago que me tendía la suya. Recuerdo con mucha vergüenza que me quedé paralizado mirándolo y mirando el Land Rover.

- ¿Quieres montar? - Me dijo con una voz seria como si le fallara, me senté dentro del carrito en menos de lo que puede contarse y otra vez el mundo dejó de ser ajeno, gigante y hostil para mí. Al sentarme dentro de ese pequeño engendro rojo sentí que había crecido, que ya era lo suficientemente mayor como para dominar todo lo que me rodeaba, la pequeña magia mecánica me hizo crecer de un tirón lo que después crecería en años, pero seguía siendo un niño, me bajé y no di ni las gracias, mis palabras solo fueron ¿Y la guagüita?
- La están arreglando – contestó aún disfrutando de mi fascinación.
- ¿Puedo montar mañana en el yipi (Jeep)?
- Todos los días que quieras, se va a quedar aquí por un buen tiempo.
Cada día, al salir de la escuela, sin quitarme siquiera el uniforme iba directo al trabajo de mi padre, este a duras penas me hacía casi por la fuerza comer algo porque no me interesaba más nada en el mundo que montar en el Jeep rojo de Funes. Solo dios sabe cuántas miles de millas recorrí con mi imaginación en lo que con la boca hacia un ruido ensordecedor de un motor de Jeep con los fallos incluidos y los cambios de marcha. Recuerdo un día que me enfermé y no pude ir a montar en el Jeep de Funes, estuve en cama varios días y después mi padre me escuchó de nuevo haciendo como un motor en marcha y acelerando.
- Tiene buena compresión – le dijo a mi madre entre risas – eso es que ya está bien.

Hoy, muchos años después y como casi todo lo que hago, tarde, doy las gracias a Oliverio Funes por ser un héroe y ojala donde quiera que estés, me perdones por no habértelo dicho en ese momento y seas perdonado por los héroes que tuviste a tu alrededor y quizás te faltó decírselo, que a pesar de los ojos tristes y el pelo blanco o de una forma de ser no tolerada por ti, te quieren y te tienen por siempre en la memoria como un ser querido.

                                  El Yoyi.

NOTA.- El Yoyi encontró mi sitio navegando el internet. Así descubrió que yo era hijo de uno de sus héroes. Esta colaboración suya esta inspirada en su lectura de la entrada titulada Pinochos de Madera, en este sitio. George Gautier (El Yoyi) es un gran narrador y fotógrafo también. Por favor, visite su sitio en este enlace: GEORGE GAUTIER.