El General Medina movió la cabeza de un lado a otro reprobando. - ¡No, no, no! – Objetó firmemente – Lo conozco muy bien, y estoy seguro de que el General Sotero no podrá aglutinar ni un par de soldados. Algunos de los presentes protestaron la afirmación, mientras que otros la aprobaron vehementemente con expresiones groseras y gesticulaciones exageradas. Para un espectador en la distancia, los exaltados personajes parecían más un grupo coral moderno, interpretando una pieza discordante de música contemporánea, que un grupo de personalidades políticas y militares respetables desplazadas del acontecer nacional por las fuerzas rebeldes ahora en el poder, y cuyo desprecio de ellas era notorio a causa de la complicidad con el régimen anterior, la corrupción, o la inutilidad de sus carreras.
– En mi opinión – adujo tentativamente un ex senador conocido con el apodo de Corcho – quien va a poner remedio a esta situación desastrosa, y va a deshacernos de ese barbudo aventurero, es el General Pedraza. La algarabía en su contra fue tal que Corcho, temeroso de su integridad física, fue a refugiarse detrás de la silla donde se mantenía callado, desde un inicio, el respetado Ramón Grau San Martín, ex presidente de la República en dos ocasiones durante las tumultuosas décadas del 30 y el 40.
Con ambos codos apoyados en los brazos de su butaca, y sosteniéndose la cabeza con las manos entrelazadas debajo de la barbilla, éste escuchaba atentamente, y con expresión escéptica, las opiniones de cada uno de los acalorados miembros de aquella improvisada reunión de descontentos. Siendo su persona el foco de atención general en ese momento, el señor Grau desvió intencionalmente su rostro de mirada apagada hacia la ventana abierta en el balcón frontal del edificio que los alojaba.
Afuera la tormenta arreciaba, y la pesada lluvia, ahora empujada por fuertes ráfagas de viento hacia el interior del recinto, comenzaba a empapar sus elaborados cortinones. Cansado de tanta charlatanería, se levantó pesadamente del asiento con la intención de marcharse de aquel lugar cuanto antes. – ¡Buenas noches, señores! – Dijo con voz casi inaudible – Se hace tarde. Me esperan invitados en la casa – y comenzó a alejarse mientras se ponía el impermeable y agarraba su paraguas. Sabía bien que una sugerencia suya sería requerida, y prefería ahorrarse el comentario comprometedor.
– ¡Un momento, por favor, señor Presidente! No nos abandone sin antes aportarnos su sabia y valiosa opinión al respecto. – ¡Ex presidente, Corcho, ex presidente, no lo olvides! – aclaró cautelosamente el experto en las arenas movedizas del poder político. – Bueno, usted me entiende, señor…ex presidente. ¿Tiene usted algún General de su preferencia que sugerirnos? – insistió el ex senador. El viejo político suspiró resignado mientras bajaba las escaleras. Deteniéndose momentáneamente, y sin volverse hacia su interlocutor, le respondió desde la puerta de salida – Sí, yo sé cuál General va a resolver este problema. – ¿Cuál? ¡Díganos, por favor! – suplicó Corcho, casi gritando para imponer su voz sobre un rayo atronador. – ¡El General Desparpajo! – fue la réplica escueta que nadie escuchó, porque en ese momento una ventisca furiosa le arrancó de la boca, junto con el paraguas que empuñaba, la sugerencia mordaz.
Al fondo de la tarima, e inadvertido por la muchedumbre frente a ella, Martí anotaba observaciones, con cuidadosa y pequeña caligrafía, inclinado sobre un simple cuaderno apoyado en el asiento de una silla situada a su lado. Su masculinidad delicada y el vestuario fuera de época, junto al aire ausente de su rostro y sus ojos inquisitivos, resaltaban aún más en medio de la corte uniforme e inexpresiva que lo rodeaba para ocultar discretamente su presencia. Ocasionalmente, dejaba de escribir para enfocar su atención en el discurso conmemorativo que el Líder ofrecía, de pie en la tribuna y dándole la espalda unos metros frente a él, a la población reunida en la plaza camagüeyana temprano para aprovechar las horas frescas de la mañana. El esfuerzo que le prestaba al orador, para seguir las ideas esenciales de su retórica, lo estaba agotando. Y no sólo porque el mensaje y la fraseología de éste eran nuevos para él, sino también porque su estilo carecía de calor y vitalidad motivadora. En momentos así, cuando se ensimismaba en pensamientos distantes en espacio y tiempo, era relajante para él abandonar lo que estuviera haciendo para acariciarse distraídamente la pantorrilla de la pierna izquierda.
¡Qué extrañas circunstancias las suyas en este momento! Meditativo, observó como en el extremo más alto de un asta cercana, la brisa ondeaba una enorme bandera con la misma cadencia conque la bandada de cien palomas, echadas a volar al comienzo del evento, revoloteaba de manera ondulante por encima de la multitud.
Evocó las experiencias vividas, y recapituló las cuidadosas explicaciones ofrecidas en las últimas semanas. No había sido fácil comprender en un principio, a pesar de la amplitud de su mente y la disposición abierta de su personalidad, la inmensidad y las implicaciones de lo ofrecido a su intelecto por aquellos hombres uniformados venidos del futuro. ¡Venidos del futuro! ¡Qué concepto tan irreal para una época como la suya, ensimismada en la lucha contra un pasado opresor, y la creación de un presente libre donde la identidad de la nación quedase definitivamente separada del dominio de la metrópoli colonial!
Martí, junto al resto de los insurrectos que lo acompañaban, se sentía seguro y relativamente cómodo en aquella casa abandonada propiedad del hacendado español Agustín Maysana. La construcción campesina, de cedro y con un corredor de zinc, estaba ubicada en el sitio conocido como La Jatía, en los terrenos vastos y llanos de Dos Ríos donde confluían el Contramaestre y el Cauto. Durante el día, había escrito varias misivas e impartido numerosas órdenes. Esperaba las fuerzas exploratorias de Masó para coordinar con él la marcha del contingente al campamento La Vuelta Grande temprano en la mañana. En un pequeño escritorio, al lado de una ventana mirando hacia el poniente del sol, aprovechaba la luz decreciente del ocaso para terminar una última carta dirigida a su caro amigo Manuel Mercado.
La conmoción proveniente de la garita ubicada al frente interrumpió el flujo de sus ideas y detuvo su escritura. Temiendo un ataque sorpresivo de agentes enemigos, empuñó una tercerola colgada a su derecha en la pared, y ágilmente se dirigió a confrontar la situación. Pero su ayuda no fue necesaria. Una voz conocida anunció desde el exterior – ¡No se preocupe, mi General, la situación está controlada! Hemos detenido a dos intrusos, de atavío y comportamiento sospechoso, que escondidos detrás de unas malezas trataban de ocultar un artefacto raro como carruaje que emitía ruidos extraños. Ellos juran no ser espías españoles, y solicitan verlo urgentemente para explicarle quienes son y el motivo de la visita – y calló en espera de una respuesta.
Sentado ahora sobre el pequeño escritorio, Martí ponderó la situación, pero la curiosidad pudo más que la precaución. Además, sabía que estaba bien resguardado por una aguerrida escolta. – ¡Háganlos pasar inmediatamente! – ordenó, mientras ladeaba su cabeza hacia la derecha y, con expresión ceñuda poco común en él, formaba impacientemente en el regazo una cúpula con las cimbras pulsantes de los dedos de sus manos.
En la penumbra creada en el descuidado jardín, por la luz interior proyectada a través de la puerta principal, dos figuras circunspectas con sendas escoltas brotaron de la oscuridad del tiempo. Una de ellas portaba, como única valija, un reducido y delgado maletín metálico. A pesar de individuos inusuales, y tomando en cuenta el modo y el lugar en que aparecieron, Martí pudo mantenerse con la mente calma y abierta a una explicación. Sobre todo, en beneficio de los oficiales y soldados presentes, los cuales comenzaban ya a mostrar señales de desconcierto.
Maestro – comenzó a decir uno de los desconocidos, pero un oficial de la fuerza insurrecta lo interrumpió – ¡Maestro, no, General Mayor! – rectificó. – Disculpe usted, General Mayor, es la fuerza de la costumbre. De donde venimos, ésa es la forma más común de identificarlo. Martí sacudió negativamente la cabeza, al mismo tiempo que hizo un gesto con la mano como descartando el asunto. – Lo que me interesa saber es – dijo sucintamente – cómo llegaron y por qué están aquí. Por unos segundos, un pesado silencio reinó en el ambiente. – Necesitamos hablar con usted a solas, General Mayor, para explicarle detalladamente – solicitó tímidamente, y mirando hacia los lados, el jefe del dúo. Quien, al intentar acercarse a la figura en el umbral de la puerta ahora, alcanzó a decir en voz baja antes de ser detenido – Somos portadores de un mensaje del futuro.
¡Basta de sandeces! – interrumpió amenazante e irritado Masó, que recién llegaba al lugar después de completar una misión por las sabanas aledañas; y cuya caballería, como él mismo, se encontraban exhaustos y frustrados por la larga jornada improductiva. – Por favor, General, déjeme lidiar con esta situación personalmente – intercedió diplomáticamente Martí – Sé que usted y su tropa están muy cansados, pero lo necesito conmigo unos minutos. ¿Podría ordenar que una escolta permanezca afuera del puesto de mando alerta mientras ambos interrogamos a los sospechosos?
Aunque molesto, Masó accedió y junto a Martí, quien ya había invitado a los dos extraños a que pasaran y tomaran asiento, se sentó con los brazos cruzados a la expectativa, mirando con sospecha el delgado maletín metálico colocado por su portador sobre el escritorio. – ¿Y eso qué es? – preguntó desconfiado, señalando con la barbilla la pequeña valija, temiendo fuese un artefacto explosivo. – Eso es un procesador de datos para hacerles una presentación – respondió sencillamente el aludido. ¿Un procesador de datos para hacernos una presentación? – Respondió Masó con el rostro en blanco. – ¿Qué significa para nosotros esa explicación técnica? – Argumentó Martí algo molesto. – Claro, es imposible que entiendan – y sin más preámbulos se inclinó sobre el delgado maletín y lo abrió. Una vez pulsado un dispositivo, éste comenzó a emitir sonidos tenues, mientras desde el interior de su tapa radiaba luz como una ventana abierta al alba.
Sorprendidos, Masó y Martí reaccionaron echando sus cuerpos hacia atrás en los taburetes donde se habían sentado. Martí puso su mano izquierda a horcajadas en un muslo, formando un asa con su brazo y antebrazo, y se inclinó nuevamente hacia adelante inquisitivo. Con el índice y el pulgar de la otra mano, se acarició repetidamente el labio superior de abundante bigote, observando concentrado y con expresión perpleja aquella ventanilla lumínica. Los visitantes se miraron entre sí satisfechos. Como magos disfrutando por la impresión causada en los espectadores del circo con su caja de trucos. Este intercambio de miradas cómplices, denotando superioridad, no pasó inadvertida para Masó y Martí, quienes componiéndose demandaron de los extranjeros una explicación inmediata. Percatados finalmente de lo precario de la situación en que se encontraban, el visitante más listo comenzó a explicar sin más preámbulos quienes eran, de donde procedían, y el motivo de la delicada misión asignada por sus superiores.
La sesión plenaria del Buró Político continuaba sin alcanzar una resolución a pesar de largas horas de discusiones y consultas entre sus miembros. Había sido convocada con urgencia por el liderato, en vista de los eventos acaecidos en el aeropuerto internacional de la ciudad la tarde anterior. Un avión sin matrícula reconocible había aterrizado en él sin autorización. Inmediatamente había sido rodeado por fuerzas efectivas del ejército y la seguridad del estado. Quienquiera fuese la persona o personas responsables, no intentaban comunicarse con nadie a pesar de los repetidos esfuerzos por parte de negociadores calificados.
La espera larga y tediosa fue interrumpida súbitamente por el ruido de disparos y pequeñas explosiones provenientes de diversos sectores del interior de la nave. Una explosión mayor destrozó completamente el área de la cabina de pilotaje, de la cual salieron expelidos, junto a fragmentos de metal y equipos electrónicos, los cuerpos mutilados de varios miembros de la tripulación. El tiroteo se detuvo, y el fuselaje comenzaba a incendiarse, cuando una pasajera aterrorizada hizo uso de la salida de escape sobre una de las alas para saltar al vacío, golpeándose severamente contra el pavimento tras la caída.
El caos creado por los propios sitiados propicio un asalto relámpago que tuvo excelente resultado. ¡Cuán no sería la sorpresa de las autoridades envueltas en la operación cuando, tras un inicial y rápido interrogatorio, se hizo patente que la única sobreviviente del incidente violento era de origen ruso! Y no una rusa cualquiera. Sino una que, como pudo determinarse más tarde, formó parte del grupo en el parlamento que había apoyado al Vicepresidente Rutskoi en su intento por arrebatarle el poder a Boris Yeltsin en el octubre aciago de 1994.
Una vez extinguidas las llamas, investigadores asaltaron el cuerpo del avión con saña de buitres en busca de evidencias aclaratorias. Una sección importante de la cola permaneció intacta, al parecer no afectada por la ferocidad del fuego y los chorros de agua de los bomberos. Fue allí donde encontraron documentos importantes y, junto a una carga fallida de explosivos, un embalaje conteniendo la máquina del tiempo soviética mítica. Mítica porque, según rumores que se confirmaban ahora, científicos rusos la habían inventado años antes con el pretexto de traer a Lenin de visita al futuro de su esfuerzo revolucionario.
En realidad, la intención había sido menos idealista. Ante todo, la élite de poder buscaría del venerado líder respuestas y soluciones a la creciente crisis del experimento comunista en Rusia. Según esos mismos rumores, el intento tuvo resultados contraproducentes. La visita de Lenin, y su posterior desaparición del Kremlin en condiciones misteriosas, en vez de ayudar a sus patrocinadores aceleró los eventos que condujeron al caos político, y ulterior desintegración del poder político soviético en enero de 1992.
Durante los interrogatorios subsecuentes, y con los brazos cruzados sobre el pecho en pose de arrogancia, la detenida mantuvo un silencio obstinado. Pero más tarde, una vez confrontada con la documentación salvada del avión destruido, y sobre todo al ser amenazada con deportación incondicional, su actitud cambió radicalmente y se volvió más cooperativa. Finalmente, ésta concedió a identificarse – Soy la exdiputada de la Federación Rusa Nina Solodyakova. Nuestro grupo, de diversas nacionalidades étnicas, intentaba obtener refugio político temporal – explicó – No, esa no era nuestra intención. Buscábamos en Cuba un ambiente solidario a nuestro empeño de revertir los acontecimientos infaustos en la Madre Patria – dijo, sin poder controlar el llanto – pero poco después de aterrizar una facción ultra chovinista rusa intentó apoderarse unilateralmente de la máquina del tiempo, de vital importancia para el éxito de la misión revisionista, lo cual desembocó en el baño de sangre – concluyó ahogada en sollozos.
La amplia información acerca de los eventos entrelazados con la susodicha máquina, proporcionada por la señora Solodyakova a los interrogadores, dejó estupefactos a los miembros del Buró Político. En crisis como sus derrocados camaradas soviéticos, éstos se encontraban ahora en una situación similar. ¿Debían hacer uso de ella o no, para resolver los problemas acuciantes de la nación?
¿Leche? ¿Casi quince minutos de sofismas lecheros? – dijo para sí en voz baja, mientras se acariciaba la pantorrilla. El orador y su discurso ya le hedían como los cántaros abandonados en la vaquería de Don Maysana. Estaba sentado en la tribuna todavía, pero se había ido mudando discretamente de un asiento a otro hasta alcanzar la última fila. Junto a sus cómplices, el asistente asignado Amador y el chofer Robledo, tenían que desaparecer de aquel lugar antes de finalizar la ceremonia. Éstos lo ayudarían a escapar con una condición, partirían también con él. No importaba que la huída fuese hacia el pasado colonial, ampliando así la dimensión de la diáspora cubana no solo en lo espacial, sino también en lo temporal. Abandonar la inercia y el anquilosamiento del presente era primordial para estos jóvenes obstinados.
Durante las semanas que habían compartido juntos, creció entre ellos un gran afecto y cariño, aún cuando éstos últimos fueran coaccionados por sus superiores a mantenerse callados y distantes. – ¡Protejan la integridad física del Apóstol, esa es tarea número uno! Sean solícitos a cualquiera de sus necesidades, sin limitación alguna. Pero sin que él lo advierta, manténgalo alejado de situaciones, o individuos, que puedan distorsionar su visión de la realidad revolucionaria actual. Ustedes incluidos. ¿Entendido? – terminó de decir el oficial de alto rango, con expresión dura.
Indiferencia era una misión imposible de cumplir con una personalidad como la de Martí, franca y abierta a la comunicación libre de ideas y sentimientos; sin barreras de rango oficial, social, económico, o de cualquier otro tipo. Además, éste se había percatado inmediatamente que, tras la frialdad aparente de sus acompañantes, debía existir una coacción proveniente desde arriba. Esto picó su curiosidad doblemente. Por un lado, deseaba explorar de cerca, a través de Amador y Robledo, la evolución de la identidad cubana a nivel personal; y por el otro, necesitaba descubrir la raíz de ese empeño por aislarlo del entorno.
No le fue difícil deshacer la solemnidad entre ellos. Después de todo, como en su época, nada era más fácil de incumplir por parte de un cubano que el ser solemne. Para ganarse sus confianzas, los hizo partícipes en el análisis de documentos, libros y filmes de los archivos nacionales que exploraron, y donde descubrieron secretos comprometedores. Juntos efectuaron entrevistas cándidas no sólo de personajes importantes de la vida nacional, sino también de miembros comunes de la población. El esclarecimiento y el aprendizaje fueron mutuos. Como fue mutuo también el crecimiento de la fraternidad y la estima personal. Por eso no fue difícil el surgimiento entre ellos de una idea afín, la necesidad de hacer algo para cambiar lo que estaba sucediendo en el país.
Martí recordó como terminó la histórica visita de Lenin. Su anfitrión había sido cuidadoso en ocultarle la verdad. Pero Amador le dijo como ésta había sido revelada en unos escritos recuperados de los restos del avión ruso destruido. Frustrado por el fracaso de su trabajo de años, Lenin – le explicó Amador – se ocultó en las catacumbas del Kremlin. Sabía que la seguridad soviética buscaría ayuda de su fiel colaborador Félix Dzerzhinsky para encontrarlo. Viajarían al pasado para traerlo, y con alguna mentira lo manipularían para descubrir su escondite. Quizás éste no viniera solo, sino con algunos de sus subordinados. Con esa fuerza más, y su conocimiento de los pasadizos y trampas secretas del gran edificio, Lenin esperaba localizar y recuperar la máquina del tiempo. Su plan era simple, escapar con ella y sus amigos a Finlandia. Allí comenzarían de nuevo la Revolución, con una visión nueva carente del totalitarismo asfixiante que la atrofiara. Pero su complot fue abortado por los agentes secretos del Cuartel General de Lubyanka. Los hechos y circunstancias conducentes a su desaparición nunca fueron conocidos ni registrados y, aunque conmocionaron el statu quo vigente, solo produjeron cambios en la superficie.
Iba a evitar, a toda costa, que el objetivo de su lucha corriera la misma suerte. No deseaba cambios exteriores que solo aliviaran el terrible daño causado al país. El curso de los acontecimientos, tras su inesperada muerte en Dos Ríos más de un siglo atrás, tenía que ser cambiado radicalmente. Debía volver a la Jatía cuanto antes y, en vez de partir hacia el campamento La Vuelta Grande a la mañana siguiente, seguiría el consejo de Gómez y los otros generales y se marcharía a los Estados Unidos en cuanto antes. Allí su presencia sería más útil en la organización y financiamiento de la causa, así como en la perfección de los fundamentos primordiales de la nación una vez alcanzada la independencia. ¡Y por supuesto, tendría que conversar con Carlos Baliño y sus seguidores! Hablaría ampliamente con ellos de lo que había visto y aprendido en cuanto a la distorsionada evolución de sus ideales, y la atrofiada organización política que engendraron. Sabía que su prestigioso liderazgo y convincente oratoria no eran suficientes para esclarecer dudas y formular directivas preventivas. Apoyaría sus disertaciones con documentos incautados durante sus investigaciones, y haría uso de medios audiovisuales, operados por Robledo y Amador, para ilustrar las consecuencias funestas del caudillismo personal, o de grupos abanderados bajo una sola idea partidista. Ya lo había hecho antes, aunque de modo limitado, cuando le escribió a Máximo Gómex aquella famosa carta con fecha 20 de Octubre de 1884.
Amador manipuló nerviosamente los controles del vehículo, y Robledo terminaba de asegurar la carga en la parte trasera de éste. – ¡Apúrate, ahí viene Pépe! – le gritó a Robledo mientras operaba la ignición de la camioneta. Martí aprovechó una visita al baño, como había acordado con los muchachos, para escurrirse de los guardias que protegían la tribuna. Al abrir la puerta, y sentarse al lado de Amador, escuchó aplausos y voces retumbando en la distancia que anunciaban el final cercano del evento. – Agáchese un rato, señor, hasta que salgamos de la ciudad – dijo éste, e inquisitivo, acosó a Robledo con preguntas – ¿Estás seguro que ese camino vecinal atraviesa la Carretera Central en Güaimaro? ¿Cuántos kilómetros agrega el desvío, según tú, a los doscientos y pico hasta Dos Ríos? ¿Estará transitable el camino? ¡Ha llovido mucho últimamente! Sólo por preguntar, pero, ¿amarraste bien la máquina del...? Inclinándose hacia adelante en el asiento, Robledo agarró a Amador por el cuello con una mano, mientras con la otra le tapaba la boca – Coño, chico, ¿por qué no te callas? ¡Maneja y no jodas más! – Los tres se miraron perplejos por unos segundos, para carcajearse después del impromptu oportuno de Robledo, memorando la conferencia internacional y la famosa confrontación entre el presidente parlanchín y vitriólico, y el rey enojado y arrogante que lo interrumpió abruptamente.
El Líder los miró incrédulo. ¿Cómo que no los encuentran? ¿Ni la máquina del tiempo tampoco? Súbitamente comenzó a palidecer, y sus ojos se perdieron en el vacío mientras sopesaba los hechos. Una realización comenzó a tomar cuerpo en su mente a medida que vinculaba el reporte del subalterno a lo acaecido con Lenin en Rusia varios años atrás. Sin perder más tiempo, ordenó: ¡Envíen inmediatamente una unidad motorizada hacia Dos Ríos desde la base militar más cercana para rastrear los alrededores! ¡Pongan en estado de alerta a todos los puestos de inspección en la Carretera Central, desde Camagüey hasta Palma Soriano, y detengan a cualquier vehículo con tres individuos y una carga sospechosa! Quizás lograra impedir este intento de regresar al pasado para disolver el presente, y que temeroso entreveía como el objetivo principal detrás de aquel escape subrepticio de Martí.
Sentado en una de las esquinas de la encrucijada, un niño en uniforme escolar dibujaba letras en la tierra con un garabato. Curioso ladeó la cabecita y, formando una visera en su frente con la mano izquierda para protegerse la vista de los rayos del sol, observó el rostro familiar y sonriente que lo miraba desde la ventanilla del vehículo. – Dime niño, ¿cómo te llamas? – Ismael, señor – respondió éste. – ¿Sabes, Ismaelillo, cuál de estos caminos lleva hasta el monumento de Dos Ríos? – Si señor, ése que se ve más transitado. Pero yo no lo tomaría, más adelante hay soldados cerrando el paso. Los ocupantes de la camioneta se miraron entre ellos preocupados. – Pero hay un atajo pasado ese puente, conocido solamente por los locales, que sigue una cañada seca. Es quebrado, pero pueden manejar por él sin muchos problemas. Lleva hasta un bajío, en las inmediaciones del monumento, que está oculto por una arboleda espesa.
Sin saber por qué, el niño sintió alegría al ver renacer sonrisas en los rostros de los desconocidos. De pronto los ojos se le iluminaron. Golpeándose ligeramente la sien derecha con la yema de los dedos, cabeceó afirmativamente en reconocimiento. Sacó deprisa de su mochila un libro muy gastado. Hojeándolo rápidamente hasta encontrar lo que buscaba, se acercó al hombre sentado al lado del chofer. Al instante identificó los rasgos del personaje en la ilustración del libro. Era la misma persona que, a unas pocas pulgadas de él, lo estaba observando con expresión curiosa ahora. Súbitamente comenzó a recitarle quedamente el texto al lado de la imagen, mientras lo miraba fijamente con expresión interrogadora:
Se fue la niña a jugar,
La espuma blanca bajó,
Y pasó el tiempo, y pasó
Un águila por el mar.
Sintiéndose aludido
– y sorprendido gratamente – el viajero incógnito declamó a dúo con el niño:
Y cuando el Sol se ponía
Detrás de un monte dorado,
Un sombrerito callado
Por las arenas venía.
Nubes densas de polvo en el horizonte, y el amortiguado ruido de transportes militares en la distancia, concluyeron la mágica conexión. ¡Abur, señor José! – gritó el niño – y corriendo hacia el pequeño puente, agitó las manitas desde su baranda. Mientras la camioneta se alejaba dando tumbos hacia el fondo de la cañada, tres brazos agitados como alas – desde las ventanillas – devolvieron la amistosa despedida.
En el austero salón de convenciones de la Asamblea Nacional, una quietud tensa siguió las últimas palabras del orador. Para empezar, la inmensa mayoría de los miembros de ese cuerpo de gobierno nominal nunca fue informada de lo sucedido con el avión ruso, ni con su preciosa carga. Mucho menos les fue informado de la visita clandestina de Martí, ni de su ulterior frustración que lo condujo a escaparse de regreso al pasado con intenciones revisionistas. En vez de alarmarlos con noticias incapaces de procesar, hubiera sido mejor dejarlos en la oscuridad, como habían estado siempre, para evitar el pánico que ya comenzaba a manifestarse abiertamente entre ellos.
Una voz fuerte predominó sobre el murmullo general – ¡Silencio, compañeros, el Presidente del Consejo de Estado y del Consejo de Ministros toma la palabra para dar cuenta de la situación!
Disimulando frente a los congregados, el rostro del envejecido Líder reflejaba apropiadamente confianza y serenidad. Una ligera brisa salitrada, proveniente de no se sabe dónde, comenzó a ondular suavemente el cortinaje del estrado. Al momento de comenzar a hablar, una ventisca arenosa súbita lo forzó a cerrar la boca y cubrirse los ojos con una mano, mientras con la otra se aferraba al podio para mantener el balance. Ante lo inexplicable de la borrasca, y en un intento desesperado por escapar, los aterrorizados asambleístas comenzaron a abandonar atropelladamente sus asientos en búsqueda de las puertas de salida. Con sus cuerpos desintegrándose en el viento, sólo lograron aumentar la densidad de la tormenta arenosa en que se convertían.
Desde la posición privilegiada de su elevado podio, el petrificado Líder distinguió en la lejanía una goleta flotando sobre un mar embravecido y espumoso. A ella se acercaba rápidamente un bote tripulado por tres figuras reconocibles a pesar de la bruma. Agitando ambos brazos sobre su cabeza, para llamar la atención de éstas, el Líder gritó sin cesar hasta que – disgregándose como los otros – una ráfaga arremolinada de viento lo esparció a los cuatro elementos.