El grupo de seropositivos, diverso en muchos aspectos, poseía una característica unificadora muy particular. Formaban un conglomerado social con ciclos de ostracismo generados por ellos mismos; o estimulados por algunos miembros de la sociedad cuyas percepciones y sentimientos hacia ellos, como en los tiempos de las plagas medievales, oscilaba entre la piedad, el horror de verse en situación semejante, y una indiferencia con la cual trataban de ignorar, o negarse a sí mismos, la posibilidad de esta realidad contemporánea. Silenciosos, y manteniendo distancia entre sí, con excepción de una pareja interracial heterosexual que charlaba en voz baja, esperaban al chofer de la camioneta que los llevaría hasta el campamento Lotus, a orillas del American River, en la región de South Fork, a unas 44 millas al noroeste de Sacramento, la capital del estado de California. La mañana neblinosa en San Francisco hacía juego perfecto con el ánimo de los pasajeros en el vehículo ya en marcha. Moviéndose tentativamente por las calles de la ciudad, Erick buscaba otra salida porque el puente principal para atravesar la bahía estaba cerrado por reparaciones. – ¿Cuánto se demora el viaje hasta allá? – preguntó una de las mujeres, con un tono de voz casi histérico que causó miradas de soslayo y entrecejos arrugados. Más tarde supimos que era su tono habitual de preguntar. Según nos explicó, debido a la ansiedad que le provocaba la posibilidad de ser ignorada. El joven chofer voluntario desvió momentáneamente la mirada del camino para responderle – Son unas 130 millas en total. En poco más de dos horas estaremos allá – y dio un respingo en el asiento al percatarse de un ciervo saltando frente al vehículo, para desaparecer aterrorizado con otro salto en la maleza. Del mismo modo que los pensamientos sombríos se iban esfumando con la brisa que entraba por las ventanillas, la mañana se fue aclarando paulatinamente también. El sol comenzó a asomarse, primero tímidamente, para intensificar sus rayos con cada milla avanzada, hasta disipar completamente la neblina que intentaba vanamente en anularlo. Una vez llegados al lugar, el lenguaje corporal, las expresiones de los rostros, y las exclamaciones alegres del grupo expresaron el cambio favorable en el estado de ánimo de todos. Frente a ellos, el río se deslizaba con un torrente rápido y fuerte, formando pequeñas turbulencias y remolinos alrededor de rocas de múltiples formas y tamaños, que desafiaban la corriente inútilmente, pues el poder desbastador de las aguas en movimiento era inaguantable.
El hombre y la anciana se miraron mutuamente con desmayo. La experiencia había sido vivida muchas veces por ellos como para no provocarles desasosiego. Pero acababan de salir del vehículo viejo sin aire acondicionado. Sudorosos, y con los pulmones llenos del aire caliente y contaminado de las carreteras de Dallas en su terrible verano, podían hasta visionar una oficina de Inmigración como si fuera un oasis.
Plantados bajo el Sol, y en medio del estacionamiento de la repudiada institución, observaban la fila de individuos, sofocados por el calor, que se movía lentamente alrededor del edificio. Como un peñasco batido por un oleaje constante de humanidad, en él había quienes trataban inútilmente de contener, con reglas selectivas y en ocasiones discriminadoras, las aspiraciones de una multitud foránea que para ellos amenazaba con cambiar nuevamente el rostro del país. No había mejores aliados, en esta tarea de suprimir y rechazar, que la mala fortuna, la ignorancia o la desidia del público; junto a la apatía oficial, y el burocratismo más acérrimo de algunos funcionarios.
El poder de calcinación del sol disminuyó súbitamente. Detrás de la edificación, como tinte expelido por un pulpo escabulléndose de un enemigo mortal, una nube tormentosa comenzó a expandirse rápidamente hasta cubrirlo todo. La anciana apretó los ojos y crispó su menudo cuerpo al primer rayo. – Vamos apurarnos y entrar antes de que cierren y perdamos el turno – dijo asustada. Los primeros granizos, como pelotas de golf, empezaron a caer justo cuando entraban al vestíbulo del edificio y cerraban la puerta detrás de ellos. Afuera, decenas corrían despavoridos en la intemperie, buscando protección de la inclemencia del viento, el agua y el hielo a la que el custodio los dejara sin misericordia.
La expedición estaba formada por tres balsas con seis tripulantes cada una, más el guía y timonel. El trabajo de éste último era maniobrar la balsa desde la popa, con un remo especial para ello. Desde allí, con órdenes cortas y precisas, el guía comandaría las acciones necesarias para el éxito de la navegación y la seguridad de su tripulación.
Después de transportar las balsas hasta la orilla del río, y colocarlas en el agua, Frank, nuestro cabecilla, se introdujo él mismo al grupo. Cada cual hizo lo mismo más tarde. Frank habló brevemente de la actividad a realizarse en el río, de sus responsabilidades y de nuestras obligaciones. Con cierto autoritarismo se dirigió al grupo colocado ahora en círculo a su alrededor; algo puramente formal como aprendimos luego cuando lo conocimos mejor, pero que no fue muy bien acogido en ese instante de acuerdo a las expresiones de algunos rostros. – Para aquellos sensibles a recibir órdenes gritadas – aclaró – no lo tomen personalmente, por favor. A veces soy rudo cuando las cosas no van como espero, ¡y espero mucho de mi tripulación! Deben seguir al pie de la letra mis órdenes. Llevo muchos años haciendo esta actividad y sé lo que estoy haciendo. Tienen que confiar en mí y reaccionar rápido a mis instrucciones. Hay momentos de calma y relajamiento en la trayectoria. Ése es el momento para desahogar cualquier frustración en mi contra, o contra cualquier otro miembro del grupo. Si digo, ¡atrás, atrás...!, eso significa que remen todos en dirección contraria para reducir la velocidad, o para frenar completamente. ¡Adelante todos!, significa remar al unísono hacia adelante; y que puede ser despacio, o con todo lo que tienen cuando haya necesidad de escapar una situación peliaguda. ¡Izquierda, adelante; atrás, derecha!, que los remeros de la izquierda remen hacia delante, para conseguir que la balsa gire hacia la izquierda. Los del lado derecho deben remar hacia atrás, en ese momento, para facilitar la maniobra. Lo mismo debe hacerse, pero en sentido inverso, para conseguir el efecto contrario; o sea, doblar hacia la derecha. Vamos a encontrar rocas, y otros obstáculos, en la ruta. Con estas maniobras sencillas, ejecutadas rápidamente hasta que ordene parar, evitaremos problemas. Concentración en mis comandos ayuda también a controlar el miedo, que es normal tenerlo en algunas situaciones, porque los enfoca en la tarea inmediata a resolver. Si se caen al agua, no traten de ir hacia las orillas. Déjense llevar por la corriente, flotando de espalda con los pies recogidos y hacia delante en la dirección de ésta, para ayudarlos a esquivar cualquier roca que aparezca. En caso de que caigan en un remolino, no luchen contra él. Mantengan la calma, y en el fondo naden hacia los lados de éste para escapar su fuerza de succión. El chaleco salvavidas los ayudará a salir a flote. No se olviden de la frialdad del agua, que puede llevarlos a la hipotermia rápidamente. Por eso es importante que el rescate se haga en los primeros minutos. Los que quedamos a bordo nos encargaremos de hacerlo así. Además, las otras balsas ayudarán en el rescate – Frank se detuvo unos segundos para estudiar las expresiones faciales de los presentes – ¿Alguna pregunta, duda, comentario? ¿Está todo entendido? Sus palabras despertaron en la conciencia de todos, por primera vez, la noción de dónde y en qué se estaban embarcando. Un silencio espeso, como humo contaminante de factoría, cayó sobre ellos polucionando la actitud alegre y ligera mantenida hasta hacía poco. Preocupado por el efecto que la crudeza de sus palabras hubiera traído en el ánimo de la tripulación, Frank descartó la seriedad de éstas con una risa sonora y divertida que relajó al grupo. – Todo va a salir bien- aseguró con una expresión confiada en el rostro, y con un movimiento asertivo de la cabeza. ¡Arriba, a divertirnos muchachos!
El aire acondicionado dentro del local estaba enrarecido. Nadie fumaba, por supuesto, pero la exudación nerviosa de tantos cuerpos de diferentes nacionalidades producía un olor acre difícil de definir. A pesar de la frialdad artificial, sudor cubría algunos rostros, y empapaba los cuellos, los sobacos, y las espaldas de muchos en espera. A ratos, un olor a curry metabolizado se posesionaba por un instante del olfato; para ser sustituido, alternadamente, por otro de taco, de butifarra, de caldo de cebolla, o de cualquier otro plato de las muchas transpiraciones culinarias del mundo allí presente. Todo esto era agravado por la cualidad ofensiva, y cuasi lacrimógena, de algún que otro silencioso pedo étnico. Una puerta chirrió al fondo de la sala de espera una hora y media más tarde. La figura vacilante de un hombre uniformado asomó la cabeza y el tronco del cuerpo a través de ella, como un títere en su retablo. Aclarándose la garganta, para llamar la atención de la concurrencia, anunció: – Por favor, presten oído a los mensajes del altavoz. Si no contestan prontamente pueden perder el turno. Cuando llamemos, las personas del lado derecho en orden numérico, y con boletas azules, diríjanse a la puerta de la izquierda; las del lado izquierdo en orden numérico, y con boletos rojos, alinéense en la puerta de la derecha. Ocasionalmente les pediremos que se desplacen hacia adelante, o hacia el fondo del local; o puede que necesitemos sentarlas en un lado u otro del recinto, de acuerdo a nuestras necesidades de espacio. Si siguen nuestras indicaciones al pie de la letra, todo será más rápido y eficiente. Perdonen las inconveniencias que podamos ocasionarles. ¿Entendido? – Y sin esperar respuesta, la figura se escabulló nuevamente hacia la zona prohibida del edificio desde donde había surgido. Había dejado por detrás a una masa confusa cuyas orejas, como antenas receptoras, estaban dirigidas de concierto ahora hacia las pocas bocinas en el cielo raso. A partir de entonces, cuando el anunciante mal pronunciaba un nombre foráneo, distorsionado y roto por algunas bocinas defectuosas y de mala calidad, la mayoría de los presentes se transfiguraban mágicamente en asiáticos. Los ojos razgados, cuasi cerrados no por una específica cualidad racial en esta ocasión, sino debido al esfuerzo de concentración para querer oír; además, manteneniendo los hombros encorvados y las manos penosamente crispadas por la tensión. Como si con esas transformaciones corporales, ellos pudieran filtrar y mejorar la posibilidad de identificar los nombres que, en forma de chirridos amortiguados, les llegaban a los oídos. Por fin les llegó, hasta el hombre y la anciana, el confuso sonido de un nombre lejanamente familiar: Offfliverrriafff… Farrrnesfff…, puerrrfffta… núfffmerrro… trrresfff… – ¿Qué número de puerta dijo? – preguntó el hombre – Pero no hizo falta una respuesta. En una de ellas, la figura grotescamente obesa de una oficial de inmigración abanicaba su volumen con su expediente personal, mientras balbucía una versión fonética de su nombre que ya había oído en otros lugares: Aliveria Fana (¡!).
A pesar suyo, prejuicios sexistas, racistas, y otros pensamientos groseros y retrógrados, afloraron en el cerebro del hombre: mujer, negra gorda diabética posiblemente – que no le están dando - burócrata aburrida y mal pagada – discriminada encubiertamente, y a su vez discriminando para desquitarse - con poder de decisión y un caso certificado de VIH positivo en sus manos: igual a problemas para él con los trámites de legalización. Sin pensarlo más dejó de especular, e hizo un gesto con la cabeza a su madre para que lo siguiera, mientras se comandaba mentalmente así mismo: ¡Adelante... con fuerza y a todo tren! La puerta se cerró a las espaldas del dúo con traqueteo de cristales flojos en sus monturas. Ambos navegaron los pasillos del lugar como si lo estuvieran haciendo en los rápidos de un río desconocido, apoyándose el uno en el otro en busca de reafirmación. Suspicaz, e intuyendo el torbellino en la distancia, el hombre se sintió crispado e impotente ante la fuerza que ahora, fuera de su control, lo arrastraba por aquellos pasillos blancos hacia un final desconocido. Resignado, paró finalmente de batallar, dejándose llevar momentáneamente por ella.
El agua gélida del rió les frenó la impetuosidad. – ¡Cojones, que fría! ¡Ni porque estamos en verano! – El hombre se apoyó momentáneamente en la balsa para mantener el equilibrio. – ¡Ay..., quema la muy cabrona! – Se me olvidó decirles – comentó Frank pausadamente, y con una expresión pícara en el rostro al ver los aspavientos – que mojen la superficie de goma antes de saltar en ella. – ¡Tu madre! – murmuró en su lengua nativa, mientras le desplegaba una sonrisa juguetonamente plástica a Frank, quien se la devolvió de la misma calidad adivinando alguna malicia. Para practicar, y en espera de que las otras balsas estuvieran listas, comenzaron a remar torpemente en círculos alrededor del área de partida. Sentado en la popa, Frank exultaba la pasión que sentía por encontrarse de nuevo en el río. – Arghhh.! – gruño jocosamente, fingiendo la expresión estereotípica de un capitán pirata irritado y desalentado por los desmañados esfuerzos de su marinería.
La constitución física de Frank era enjuta, pero una observación cuidadosa de su cuerpo revelaba, aunque de forma moderada, definición y fortaleza muscular. Como los otros miembros de nuestro grupo, era gay y seropositivo. Pero su actitud personal, y estado de salud, no delataban para nada que era seropositivo. Sobre todo para quienes están acostumbrados a encajonar y poner etiquetas a la gente guiándose por las apariencias. Otra cualidad presente en Frank, aparte de ser un magnífico navegante como quedó demostrado durante nuestra aventura por el American River, era su sentido del humor y su capacidad narrativa. Esta cualidad hizo más amena las cuatro horas que duró el viaje por el río. Ayudando a que éste transcurriera como si solo estuviéramos haciendo un recorrido por una de esas inocentes atracciones acuáticas de un parque de diversiones. La historia que nos contó de su experiencia reciente con un grupo de adolescentes ciegos nos impactó sobre todas las cosas. Cuando atravesábamos un sector en el río de turbulencia moderada, nos pidió cerrar los ojos y no abrirlos para nada. Debíamos seguir sus instrucciones al pie de la letra, sentir el aire batiéndonos el rostro y el cuerpo, y prestar atención a los sonidos ambientales alrededor y las aguas agitadas. La oscuridad de la invidencia, y la inminencia del peligro potencial que nos rodeaba, provocaron sensaciones y pensamientos perturbadores que eran simultáneamente estimulantes; y como todo lo experimentado en nuestra aventura a través del río, contribuyó mucho a poner en perspectiva nuestras tribulaciones individuales.
La travesía continúo sin contratiempos, con alguna que otra maniobra sencilla para esquivar rocas apenas sumergidas; o para evitar ser rasguñados por arbustos en la orilla de una curva pronunciada del cauce. Por un largo trecho, la calma del lugar invitó a la contemplación relajada del paisaje y también a la reflexión. ¡Cuán diferente era la vegetación de este bosque, en las colinas circundantes, a la del trópico, tan exuberante, caótica y enmarañada! Aquí hasta la naturaleza parece tener un sentido u orden premeditado que, aún en su salvajismo y a menudo a pesar de él, invita a la búsqueda de equilibrio y resolución. Percibir la vida como un río, siempre diferente y en movimiento, alternando períodos de calma con otros de sorpresas buenas o malas, de inquietudes sabidas o inesperadas, era uno de los mensajes implícitos de esta experiencia. Dejarse llevar por la corriente, sin cuestionarla ni luchar contra ella; aprendiendo a navegarla con los recursos disponibles, vadeando o enfrentando las dificultades según el caso, y cuando posible, descansar en las orillas para retomar fuerzas y volvernos a orientar; tomando responsabilidad, aceptando y perdonando errores propios y ajenos, no importa cuán estúpidos y dañinos; y aceptando el miedo con naturalidad, para poder sobrellevarlo y vencerlo, para no dejar que nos amilane, con su poder destructivo, hasta el punto de la renuncia.
El espíritu de esta aventura acuática concordaba perfectamente con el nombre que los fundadores de la organización, manejada mayormente por voluntarios provenientes de la multifacética sociedad civil norteamericana, escogieron cuando decidieron organizar actividades físicas y recreativas de apoyo para el seropositivo: Healing Waters (Aguas Curativas, en español). El sonido en aumento de una caída de agua a la distancia, profundo y sordo, presagiaba peripecias serias. – ¿Y ese ruido in crescendo? – interrogó nerviosamente el músico del grup. – “El Hueco de Satanás” – replicó escuetamente Frank, con flema típica de su ascendencia inglesa. – ¿El qué...? – dijeron todos a coro, mirándose entre sí alarmados. – Anclen los pies, lo mejor que puedan, en los bordes interiores y en las divisiones interiores de la balsa. Y pase lo que pase, no dejen de remar hasta que salgamos del hueco; porque si nos trabamos en él, los que vienen detrás nos pueden caer encima…, ya ha pasado antes – concluyó teátrico y serio, después de una pausa intencionalmente prolongada. Frank sembraba indudablemente la alarma como técnica para tantear la disposición de la gente ante la dificultad, y con ese conocimiento evitar el obstáculo si no veía apoyo para enfrentarlo. Pero nadie se amilanó ante el reto.
¡Listos muchachos, no dejen de remar! ¡Adelante... con fuerza y a todo tren! – ¡Ahora sííí... coño! ¡Qué hondo está ese hueco, pa’su…! ¡Aaahhh… auxiliooo…! ¡Ja, ja, ja, ji, ji, ji…! ¡Ay de mí…, cojone..., qué me caigo coño…, agárrame..! ¡Qué fría está la puñetera agua…! – Sacudidas erráticas, giros y más vueltas en redondo de la balsa, volcadura abortada por un tris, ¿quién me dió con el remo...? Caos de los sentidos… ¿Quién soy...adónde voy..? Batacazo contra una roca enorme, agua por doquier… todo mojados… ropa de polyester mejor… el agua fría se evapora más rápido. Más allá del torbellino arrollador de las aguas blancas, y tras experimentar en carne propia lo que sucede en la tambora de una lavadora, los muchachos gritaron eufóricos en celebración a pesar del estropeo y del susto, mientras levantaban y chocaban los remos en lo alto en señal de victoria.
Navegar los pasillos llenos de oficinas similares, en cualquier agencia gubernamental, es siempre alienante. Los de Inmigración son además intimidantes, porque cada oficina dejada atrás evoca un vórtice, en la mente del observador, en cuyo centro funcionarios devoran destinos humanos en formas de expedientes. Algunos de los solicitantes salen airosos del prolongado proceso desmenuzador de la politizada máquina de inmigración; otros, menos afortunados, desaparecen en los numerosos “black holes” del enorme y caótico universo burocrático, así referidos por abogados especializados que luchan para rescatar de ellos a sus clientes. El hombre tenía la vista inadvertidamente clavada en el voluminoso trasero de la oficial que caminaba al frente de ellos. No porque aquél fuese de su interés, sino porque sobre él descansaba un expediente, sostenido por la mano regordeta que la empleada había colocado momentáneamente en su espalda. Un tirón leve en la solapa de su abrigo, acompañado de una mirada y un gesto reprobatorio por parte de su anciana madre, le hizo desviar la mirada hacia otro lado con un mohín de disgusto. Sabía que ese expediente contenía el resultado de su último chequeo médico. Efectuado en el laboratorio de una de las clínicas certificadas por el gobierno, contenía información sobre el resultado positivo que la prueba de VIH había arrojado. Todavía recordaba la estupefacción en la cara de la enfermera ante su reacción cuando ella se lo mostró. En vez de temor por su vida, lo único que él comentó fue su preocupación por el modo en que se verían perjudicados sus trámites migratorios. No fue hasta más tarde que, en la soledad de la noche y cuando el exceso de adrenalina en su cuerpo comenzó a menguar, él tomó conciencia del impacto transformador que tal evento traería a todo su quehacer existencial. Poco a poco empezó a apoderarse de su mente un miedo irracional de estar a solas, en aquella habitación oscura, con esos microscópicos entes destructores adentro de él. Y como si las luces, y la compañía simbólica de otros seres humanos, pudieran poner a raya las intenciones de estos nano monstruos para nada infantiles ni debajo de la cama, encendió todas las luces del apartamento, y colocó alrededor de la cama fotografías enmarcadas de sus familiares más cercanos para velar sobre él. Sólo así, exhausto por la agitación del día, pudo alcanzar el sueño bien entrada la madrugada, para quedarse dormido en su primer día con una capa más de Diferencia a asimilar.
El cubículo de la oficial, pequeño y mal iluminado, no tenía puerta que ofreciera privacidad; afortunadamente, como pudo comprobar después. Un buró maltratado parecía dividir el territorio entre bandos a menudo en pugna. Más que una herramienta de trabajo para dilucidar asuntos de interés común, muchas veces ese mueble parecía más bien cumplir la función de muro contenedor en una disputa de fronteras. El hombre y la anciana esperaron pacientemente, sentados uno al lado del otro, a que la obesa mujer se acomodara. Un agudo chasquido proveniente del respaldo de su silla giratoria, seguido de manotazos en el aire y pataleo en búsqueda de equilibrio, alarmó a la pareja al otro lado del buró, y que trató inútilmente de brindarle ayuda. Por suerte, lo reducido del espacio y el volumen corporal de la mujer fue suficiente para evitar una caída embarazosa. Pero el incidente debió influir negativamente en su estado de ánimo de cualquier modo. El espectáculo de inmovilización ofrecido al observador tuvo que hacerla sentir, aunque fuese muy breve, como un tapón bien ajustado en un sumidero. Acalorada y refunfuñando, la oficial bajó la cabeza mientras levantaba el expediente para acercarlo a unos ojos pequeños cuya necesidad de espejuelos era evidente, pero que estaban ausentes por algún motivo. El movimiento pendular de la cabeza, mientras leía, era copiado automáticamente por la del hombre que, inclinado hacia adelante en el borde de su asiento, seguía atentamente la expresión facial de la mujer. Después de una corta lectura, ésta dejó caer el documento desde lo alto como si estuviese contaminado. Con estudiada calma, y sin decir o mirar a nadie, dedicó por un buen rato de su tiempo a limpiar y ordenar el reguero en la superficie del buró. Presillas retorcidas formando mini esculturas, papeles manchados de café, migas petrificadas de rosquillas, y polvo facial mezclado con azúcar para diabéticos fueron a parar finalmente al cesto de la basura. Por último, alzando e invirtiendo el teclado de la computadora lejos de sí sobre su cabeza, sopló fuertemente entre las teclas, provocando así una nevada minúscula sobre la alfombra. – Su solicitud de entrada al país está denegada – declaró enfática y escuetamente, mirándolo por primera vez a los ojos. – ¿Por qué razón? – inquirió el hombre con una naturalidad forzada que ocultaba temor y un enfado incipiente. – Usted sabe el resultado del examen médico, ¿no es así? – Por supuesto, pero he trabajado y trabajo legalmente, tengo cobertura de salud, un buen sueldo, he pagado mis impuestos puntualmente, y no tengo antecedentes penales. Ni tan siquiera una violación seria de tránsito. Dígame, ¿qué tengo que hacer ahora?, ¿necesito un abogado? – le replicó en una sola línea sin tomar aire, y en un tono de voz algo fuerte. La anciana, sin comprender lo que sucedía, los observaba alternadamente con naciente alarma. – Todo eso está muy bien, y si quiere puede demandarme – replicó desafiante, al parecer tomando la mención de un abogado como una amenaza personal – sin embargo, la ley dice que ninguna persona que tiene… – pero la frase fue interrumpida en forma abrupta por el hombre. – ¡No mencione esa palabra en presencia de ella! No le he dicho aún mi condición. No sabe inglés, pero la conoce de las noticias. Frustrada, y sin saber que más decir, la funcionaria se arrellenó pesadamente y resoplando en la quejumbrosa silla.
El hombre había notado, con el rabillo del ojo, una sombra delgada pasando frente a la entrada del cubículo una y otra vez. Finalmente, cuando la entrevista devino en controversia, una figura larguirucha irrumpió sigilosamente en el lugar. Inmediatamente, la oficial de inmigración adoptó una postura reposada. – No, no, esto no se maneja así – aclaró quedamente Mr. Más Importante – Situaciones como ésta se analizan caso por caso. Requieren un proceso donde se analizan diferentes parámetros antes de tomar una resolución. No está mal la idea de buscarse asesoría legal, señor – concluyó Mr. Más Importante antes de salir tan quietamente como había entrado. El hombre tuvo que contener un impulso infantil. El de colocar ambos pulgares en las sienes, y abanicando ambas manos abiertas, sacarle la lengua a la ignorante. Su sensación de esperanza, y de justicia otorgada, dio paso inmediatamente a otra de estupefacción cuando oyó decir cruelmente a la mujer: – ¡No sé para que te empeñas en legalizarte, si en tres años vas a estar muerto! Un bloqueo mental lo inmovilizó momentáneamente. Algo parecido a la sensación que se produce cuando se cae a un vacío. Un ligero tremor sacudió sus hombros , y luego viajó hasta su rostro, obligándolo a bajar la cabeza y cerrar los ojos por un instante. Abrió la boca, pero no replicó a la bajeza. Y pudo contener la ira porque llegaba hasta él, ahora desde otra dimensión, una voz fuerte que lo alentaba:
– ¡Listos muchachos, no dejen de remar! ¡Adelante... con fuerza y a todo tren! – ¡Ahora sííí... coño! ¡Qué hondo está ese hueco, pa’su…! ¡Aaahhh… auxiliooo…! ¡Ja, ja, ja, ji, ji, ji…! ¡Ay de mí…, cojone..., qué me caigo coño…, agárrame..! ¡Qué fría está la puñetera agua…!
Nuestro grupo navegó en tres balsas. El autor, en la gris, también con ropa gris al fondo y a la derecha del timonel.
EPÍLOGO. Mi odisea con Inmigración terminó, a favor mío, tres años y casi cuatro mil dólares más tarde. Ello gracias a una serie de factores positivos, entre los cuales estuvieron: mi consabida paciencia china (debo tener algún gene asiático por ahí), mi historia y antecedentes en el país, confianza en el sistema; pero sobre todo, una magnífica abogada con un corazón más magnífico aún, muy especializada en estos asuntos y muy bien conectada. Me hice finalmente ciudadano norteamericano; aunque, por supuesto, sigo siendo cubano de espíritu, así como también por las leyes de Cuba. Quizás a su pesar, la predicción de la oficial de emigración no se cumplió; no me morí, ni me voy a morir en largo tiempo. El día de la ceremonia de entrega de mi certificado de naturalización estadounidense, ella estaba entre los funcionarios presentes. Después de recoger los documentos oficiales, antes de bajarme del estrado, me paré momentáneamente mirándola con una sonrisa irónica para que me notara, y con los papeles desplegados en mi pecho como modelo en su pasarela. Al principio me sonrió confundida, después cayó en cuenta y desvió rápidamente la vista. El viaje al American River, con Healing Waters y su equipo de voluntarios, lo he convertido en una tradición anual que espero mantener viva mientra la edad y la salud me lo permita. Lo único diferente es que cada año voy a intentar traer a un invitado. Este año volví con mi sobrino Ronald, el joven fortudo y con sombrero sentado en la balsa al frente de mí. Él es heterosexual, pero eso no quitó que, en ese ambiente mayormente gay, se sintiera bien y pasara un magnífico rato. La experiencia fue para él inigualable y muy estimulante en todo sentido. Para mí, revivirla de nuevo con él, fue motivo de gran satisfacción y orgullo personal. Abajo, fotos nuevas de la excursión de este año.