Aunque trabajosamente - a causa de lo escarpado del terreno - Hipólita avanzó rápidamente hasta el borde del barranco. Antes de continuar, pausó unos minutos para contemplar los alrededores. El paraje era salvajemente hermoso y tranquilo; como todo lugar virgen, exento del toque destructivo del quehacer humano. Había llegado hasta allí siguiendo su sexto sentido. Aquellas columnas de humo en la distancia, intrigantes y casi imperceptibles, la habían atraído hasta este lugar apartado. Antes de continuar avanzando, miró hacia atrás para cerciorarse que el resto de los miembros de la diversidad no la habían perdido de vista. Sonrió tranquila, allá venían.
Voces altisonantes - y risas sonoras provenientes del fondo del acantilado frente a ella, - la alertaron. Se agachó instintivamente, arrastrándose en silencio. Despacio, llegó hasta el mismísimo borde del precipicio.
Una interjección de asombro casi la delata – ¡Coño... qué raro! – Pausa. Entonces comentó en voz baja para sí misma – ¿¡Cómo… esos dos junticos. ¿¡Eso quiere decir que…!?
Allá abajo, distinguibles a pesar de la distancia, dos personajes de edad avanzada efectuaban un ritual digno del pincel surrealista de Salvador Dalí. Colocados uno frente al otro, descalzos en la arena húmeda, ambos caracteres hacían - alternativamente - genuflexiones de congratulación. El más anciano, en túnica blanca y pesada que la brisa marina batía en su cuerpo como vela en su mástil, sostenía en cada mano un haz de tabacos encendidos cuya humareda, con varonil simbolismo, ascendía tortuosamente hacia el cielo. Con el otro anciano, el asunto era diferente. A pesar del porte sólido y espigado, luchaba por mantener el equilibrio en el terreno movedizo. Su uniforme desteñido, prestigioso otrora, le colgaba flácido en su cuerpo consumido; batido por el viento, como una tienda de campaña guerrillera abandonada y olvidada. En su mano izquierda, el anciano intentaba balancear rítmicamente un incensario, como memorando su tiempo de estudiante en la escuela jesuita. Siguiendo también un ascenso tortuoso, el incienso que emanaba se mezclaba a intervalos con el humo de los tabacos del prelado, creando un efecto visual patriarcal y aromático. ¡Muy celestial y macho!
Pasmados por lo que observaban allá abajo, los miembros de la diversidad, reunidos ahora alrededor de Hipólita, no tuvieron tiempo de ocultarse cuando uno ellos - accidentalmente - dislocó una roca que cayó con estrépito a los pies de los ancianos.
Cogidos in fraganti, los viejos ritualistas alzaron la vista asustados. Una exclamación de horror escapó de sus gargantas frente la imagen herética ante sus ojos. Para ambos, regidores patriarcales de la realidad, aquellos individuos en lo alto del acantilado eran - irrefutablemente - ¡representantes del diablo en la Tierra!