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16 de febrero de 2010

Para Adrián: Aventuras Verdaderas de Tío Coco





Esta historia ocurrió antes de tu nacimiento. La familia - y algunos amigos - fuimos de paseo a mirar los animales salvajes de una jungla. Cuando llegamos allí, no presté atención a lo que el guía explicaba al grupo. Él advirtió: ¡tengan mucho cuidado, no se alejen ni estén solos! Tonto y desobediente, no le hice caso porque me distraje con un árbol raro y bello a la distancia que llamó mi atención. De sus ramas colgaban hilachas azuladas y rosadas - semejante a la cabellera de las hadas - que agitadas por el viento tintinaban al chocar entre sí. El sonido cristalino era tan dulce y suave que causaba cosquilleos en los oídos. Estaba tan distraído escuchando que no me dí cuenta de la ausencia de los otros miembros del grupo. ¡No había nadie, estaba completamente solo! De pronto, sentí pisadas apagadas a mis espaldas. ¡Me voltee rápidamente y… a solo unos pasos... un leopardo enorme me acechaba!
Enseguida me dí cuenta que no era malo. Al contrario, era demasiado bueno y confiado para su seguridad. La mansedumbre se debía a su cría por payasos de un famoso circo - más tarde destruído en un gran incendio - y del cual él había escapado en medio del caos. Pero no sabiendo esa historia, me aterroricé cuando lo ví en ese momento. Corrí a más no poder, pero el leopardo me alcanzó en un dos por tres; y después de tirarme al suelo, se sentó inmediatamente encima de mí. ¡Qué susto! ¡Y lo peor, cómo pesaba y apestaba el muy salvaje! Abrió su boca a todo dar, y - lengüeteándose los dientes y labios - miró extrañado la aterroizada expresión de mi rostro. Entonces, en lugar de mutilarme ¡me besó! Mejor dicho, me lamió, que es el modo de besar de un leopardo cariñoso.
Tus padres sintieron el revuelo, y oyeron los gritos iniciales. Asustados, vinieron enseguida en mi ayuda. Mientras Levan aguantaba al leopardo por la cola, Laurie nos fotografió para guardar un recuerdo de la aventura. Ambos fueron muy valientes, pero Laurie aún más. Ella le jaló una oreja con cuidado, y lo amonestó con firmeza – ¡No, no hagas eso nunca más. Las personas no saben que eres bueno, y del susto pueden lastimarse o lastimarte a tí!
El leopardo comprendió el mensaje por el tono de su voz. Bajó la cabeza abochornado, y rugió bajito como pidiéndome disculpas. ¡Por supuesto... lo perdoné! Nos despedimos más tarde: él con otro lamido pegajoso; y yo - inclinando la cabeza y agitando mi mano derecha - con un guiño amistoso.