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6 de junio de 2013

MEMENTO: EN LO PROFUNDO DEL BOSQUE





A comienzos de la década de los años sesenta – exactamente en medio de la Crisis de Octubre de 1962 y el ciclón Flora de 1963 – formé parte de aquellas brigadas estudiantiles movilizadas para experimentar – cosechando café en las sierras Maestra y Cristal – los rigores de la vida rural en esos remotos y selváticos parajes montañosos. Desconocido para mí, como para otros contemporáneos rondando los trece o más años, aquello no era simplemente conectarnos con un estilo de vida natural que nos volvería hombres y mujeres – o más sensibles a las vicisitudes de los habitantes de aquellas espesuras prácticamente desoladas – era realmente una excursión a la esencia que teóricamente permearía al ciclo histórico nacional recién iniciado; cuyo contenido y dirección había sido materializado – de modo extraño en aquel ambiente rústico y simple en apariencia – por una ola de rebeldes e indignados tan audaces y complejos como inexpertos y ajenos a ese entorno.

Sin embargo, siempre que la Naturaleza es experimentada como realidad, y no como ensoñación bucólica de idealizadores, las subjetividades humanas – arrojadas sobre o buscadas por nosotros a diario – se disuelven y devienen irrelevantes en última instancia. Tal es la carga anonadante – y simultáneamente vital – provocada por Natura cuando la experimentamos abierta e imparcialmente. En cuanto a mí, adolescente virgen a todo en aquel entonces, la experiencia fue una ganancia que ha permanecido conmigo de por vida. Claro, no fue hasta más tarde que pude disfrutar y asimilar – realmente – las muchas minucias desperdigadas de sus varios niveles significativos. Es Rómulo Gallegos, analizando Canaima durante mis posteriores estudios universitarios – la selva como protagonista primordial de su novela – quien me ayuda a entender lo experimentado sensorialmente durante mis recorridos por los hermosos y recónditos parajes serranos; quien me ayuda a desechar la compulsión de querer conceptualizar todo lo percibido, y a tomar la mayor parte de esas sensaciones como lo que eran sencillamente: meras expresiones de un mundo complejo y estructurado, pero esencialmente aleatorio.

Al principio de mi permanencia, los sentimientos más experimentados – cuando iba solo a través de aquellos territorios por necesidad o curiosidad – fueron el aislamiento y la soledad seguidas por el miedo. Cuando ellos comenzaban a producirme una especie de agorafobia selvática – para llamarlo de algún modo – escapaba del pánico inminente concentrándome en la idea de que no estaba aislado ni solo. ¿Cómo podía hacer eso si la apariencia de la realidad inmediata decía lo contrario? Haciendo foco – alternativamente – del trillo por donde transitaba, al ecosistema que lo bordeaba a través de toda su extensión.
La senda era la vía y cable que – conectándome físicamente como un tranvía en movimiento a su lugar de destino – me permitía visualizar subjetivamente a éste, sintiendo así la seguridad y el confort de su existencia material en la distancia. De modo espontáneo, ya había utilizado esa técnica a los cinco años, cuando al salir a explorar el mundo – por primera vez – coloqué la palma de mi mano derecha en la fachada de la casa familiar; y sin advertir a nadie del empeño, ni romper nunca el contacto tangible con la pared, me lancé a darle la vuelta a la manzana hasta regresar – orgulloso de mi osadía – al punto de partida unos minutos más tarde. En la diestra – como prueba de la hazaña - trazas de pintura barata de las casas manoseadas al pasar. ¿Mijo… dónde metiste esas manos? ¡Ande, láveselas! – refunfuñó mi madre.

El ecosistema que bordeaba al trillo exigía una atención diferente. La suya era, además, una objetivad variable – motivada por mí andar – que requería una observación más detallada; y que, por tanto, obligaba a la detención ocasional para poder identificar su microcosmos. Cuando estás plenamente en lo profundo del bosque, eres sólo una partícula más de ese macrocosmos. Tienes la percepción de estar desconectado de sus partes, porque captas primordialmente – debido a las limitaciones perceptivas de la visión y del cerebro – la totalidad. Es casi el mismo efecto de vacuidad que nos invade cuando nos hacen viajar virtualmente en el espacio sideral que ha sido recreado en el planetario. De hecho – al menos en el espacio selvático – ese aislamiento y desconexión con el entorno es una percepción errónea que puede invalidarse con facilidad. En una situación de pánico al acecho por el aislamiento, bastaba con sentarme al lado del camino – o hincarme de rodillas en la tierra – y dedicarme a observar detenidamente los alrededores durante un rato. Pronto eran visibles mil formas de existencias – solas o entretejidas con los troncos y follajes de árboles y arbustos: pájaros, roedores, reptiles y múltiples alimañas menos familiares – que rompían de inmediato la inquietante apariencia inicial de soledad exánime. Para completar el efecto de animación exuberante, acercar el rostro al suelo unas pulgadas más era suficiente. Sobre el terreno – en un revoltijo de hojarascas y otros restos orgánicos e inorgánicos – ese microcosmos explotaba a la vista: festines entre insectos, marchas forzosas bien coordinadas, labores precisas y mancomunadas; y también reacciones defensivas, según la agresividad insectil, dirigidas al intruso colosal que los observaba, pusilánime e irresoluto, sin decidirse a un ataque frontal.
Considerar la senda y el contexto dinámico alrededor– e invocar el pulso común entre ellos – era suficiente para sobrellevar incógnitas y temores. Así como visualizar que transitaba hacia una meta... con seguridad y gusto en ello.

El contenido de esta narración pequeña no estaba catalogado en mis memorias. Era sólo eso, un pedazo de recuerdo desplazándose de un lugar a otro de mi mente, casi perdido de tanto desalojo. No obstante estaba ahí – en la espesura de mi follaje mental – listo a ser notado y convertirse, con un poco de estímulo exterior y atención aguzada, en uno de mis mementos especiales. Esto último ocurrió hace poco, cuando navegaba por ocio el internet. Visitaba un sitio que brinda a los músicos un servicio muy innovador para anunciar y vender sus creaciones.
¡Una mina enorme de música variada! Estaba escarbando en sus listados, cuando el título de un creador llamado David Michael grabó mi atención. 
Sus creaciones despertaron inmediatamente los recuerdos narrados. Es por esa razón que yo utilicé parcialmente el nombre usado por él en ese trabajo para titular posteriormente este artículo. La especialidad de este profesional del sonido no es hacer música ambiental, como la ofrecida en lugares comerciales para ayudarnos a relajar nuestras tensiones. Su trabajo consiste en captar durante horas – con equipos de grabación de alta sensibilidad – los eventos sonoros de un sitio en particular. En el caso de las muestras que ofrezco más abajo: su estancia, por más de diecinueve horas, a orillas del flujo de un arroyo cerca del lago brasileño de Mamori, en la selva de Amazonas. 

David explica lo siguiente sobre el contenido y propósito de sus proyectos sonoros:

"El ambiente sonoro de la selva tropical es muy dinámico. Millones de seres vivos interactúan en espacios y tiempos específicos para producir estructuras colectivas de sonido en muchas escalas de tiempos diferentes, frecuencias e intensidades. Algunas de las estructuras temporales, como el coro de las ranas, son relativamente fáciles de escuchar. Sin embargo, las estructuras de duración mucho más larga, como el sonido del día, están algo fuera de nuestra percepción consciente. Podemos describir con palabras cómo el ambiente sonoro de la selva se desarrolla a lo largo del día, pero es muy difícil mantenerse dedicado a escuchar durante todo este período de tiempo. En escalas de tiempo largas, nuestra experiencia es percibida a través de la memoria. El 'grosor' del momento actual es bastante mínimo, y está íntimamente vinculada a nuestra fisiología. Las presiones del metabolismo, el medio ambiente, y el rango temporal de nuestras propias oscilaciones neuronales limitan nuestra capacidad de experimentar un día como una unidad estructural completa...”

David crea unidades de ambiente acústico – grabaciones de alta calidad técnica – que él llama mementos. Cada uno de esos mementos encierra ambientes sonoros naturales captados en diferentes puntos alrededor del mundo. Para crear sus artefactos acústicos, él utiliza envases de madera reciclados – como cajas de tabacos o similares – que convierte en perfectos receptáculos para sonidos estereofónicos mediante la adaptación de medios reproductores apropiados, y con salidas que permiten la audición mediante audífonos o el uso de bocinas externas.
Las grabaciones de este singular artista complementan perfectamente – desde una perspectiva auditiva ausente en mi descripción – un memento fijado en mi memoria hace muchos años atrás… allá en lo profundo del bosque.

 

En la actualidad, el trabajo de David Michael puede encontrarlo en  BANDCAMP.  Sin embargo, sus grabaciones en el rectángulo inferior, con sonidos originales de natura, pueden ser escuchados pero fueron compradas tiempo atrás en SOUNDCLOUD

 Por favor, escuche estos cuatro mementos con audífonos. Puede escucharlos sin ellos, pero si usa las bocinas de la computadora quizás no pueda apreciar completamente la sutileza de algunos sonidos ambientales.