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4 de febrero de 2009

Los Héroes, por el Yoyi


Oliverio Funes, padre, y el Yipicito que construyó
en su taller del Rpto Sta. Catalina La Habana Cuba
Mi Isola está plagada de héroes, héroes grandes, héroes anónimos. Gente que con el curso del tiempo y la vorágine de la vida diaria vamos olvidando poco a poco como esa mancha de café en el mantel de nuestras madres que se va borrando, no por el detergente sino por el cansancio. Hay héroes en todas las esquinas, en todos los sitios, en todos los tiempos. Para mí, son irremplazables en la vida. A través de ellos aprendí a decir verdad, a soñar, a luchar por los sueños por muy utópicos o desalmados que sean y suelen serlo, no hay otra forma de llamar a los sueños más que con estas palabras que para algunas personas pueden ser una ofensa. Los héroes están por lo general enfermos de sueños y en casos más graves hasta de esperanza.

La vida los lleva por los caminos más duros y a veces hasta suelen comportarse como todo lo contrario, quizás por modestia, quizás por costumbre o porque la mayoría de las veces ellos mismos no saben que son héroes de alguien. Desde que tengo uso de razón ellos van pasando poco a poco por mi memoria hasta que se van, por eso intento que algunos se queden para siempre. Lo peor es que quizás en momentos en que estuvieron enfrente de mí, ni siquiera reparé en ello, lo vengo a pensar ahora, cuando ya no están. Cuando el tiempo y la situación me llevan a aferrarme a no olvidar las cosas que me han hecho como soy porque no quiero ser como el sistema donde vivo pretende que yo sea. Quiero ser como nací y para eso debo asistir a mi pasado casi todo el tiempo, es eso lo que nos hace un poco humanos.

De pequeño no había juguetes en ningún sitio y los padres a veces se echaban en cara a sí mismos una carestía tan penosa como esa, ya que quizás otra cosa no, pero los niños en cuba, los hijos, suelen ser sagrados. Es normal ver a una madre no comer o no vestirse por darle de comer a sus hijos, es normal ver a un padre recorriendo muchos kilómetros por conseguir algo de proteínas para sus retoños, además es un acto de orgullo, es una costumbre cubana y de ahí vienen muchos héroes. Uno de los juguetes mejores que tuve en todos los tiempos fue un fusil de madera que hizo mi padre a golpe de serrucho, lija y pintura, por desgracia como éramos dos había que pintarlos diferentes y se pintó con lo que se pudo, el de mi hermano azul claro y el mío era rosado. No daba ni una pizca de respeto aquel fusil, en los juegos cuando “mataba” a alguien este nunca se moría, ni siquiera se inmutaba con los decibelios de las ráfagas mezcladas con saliva pulverizada que salía de nuestras bocas. Pero ese era mi juguete, el que me hizo mi padre, el mejor del mundo. Aunque fuera rosado, me duró casi hasta el día de hoy. Ahora en mis manos es muy pequeño y ya no es rosado, las capas de plywood que ha ido soltando lo han dejado en un desvencijado e irreconocible pedazo de madera contrachapada.

Un día andaba por ahí, no me acuerdo con quien, ni como. Solo que vi doblar por la esquina de un barrio destrozado y lleno de baches un pequeño autobús, tan pequeño como la caja de un refrigerador antiguo, con pequeñas rueditas y eso sí, atestado de niños. Niños y más niños corriendo detrás del curioso artefacto esperando su turno. Por desgracia los detalles se me han borrado, creo que incluso a manera de broma delante llevaba un rotulo que decía (leyland) que era la marca de unos antiguos autobuses que corrían por las calles de Cuba, eso sí, recuerdo que el volante estaba en el medio y lo conducía un señor muy delgado, de pelo blanco. Este señor mágico gozaba viendo la cara y el escándalo de los niños por “dar una vuelta” parado me quedé un rato mirando semejante sueño aparecido en la realidad. Estuve muchos días soñando con ese pequeño autobús. Era como si de pronto el mundo no fuera gigante, como si las cosas fueran más fáciles para un pequeñajo como yo. Le contaba con lujo de detalles a los de mi aula y no me creían, incluso de broma empezaron a llamarme Gulliver, nombre que me gustaba pero no duró más que el día que hice la historia para tomar posesión de nuevo mis apodos el yoyi, o el flaquito.

Meses estuve escudriñando todas las calles de los sitios donde estuve con mi madre o con cualquiera de la familia a ver si aparecía de nuevo la ilusión rodante pero nada, quizás pasaron años y la guagüita no aparecía. No recuerdo si en silencio lloré por no haber pedido una vuelta o al menos haber preguntado donde vivía ese señor de pelo blanco que manejaba una guagüita del tamaño de una caja de cartón grande. Lo di por perdido, como se pierden los sueños, como se pierden los héroes.
Un buen día, mi padre fue a casa corriendo a buscarme al mediodía. A la misma velocidad me sacó y me llevó a su trabajo sin decirme el porqué de tanto apuro. Al entrar en la base Náutica del INDER donde trabajaba me encontré con otro tesoro gigante, la réplica de un pequeñísimo Jeep Land Rover rojo y el señor del pelo blanco, de ojos grandes y tristes aunque con una sonrisa humilde perenne en su rostro. Mi padre con orgullo me lo presentaba como haciéndome un regalo, pero los niños son raros, ni siquiera levanté la mano para responder a aquel mago que me tendía la suya. Recuerdo con mucha vergüenza que me quedé paralizado mirándolo y mirando el Land Rover.

- ¿Quieres montar? - Me dijo con una voz seria como si le fallara, me senté dentro del carrito en menos de lo que puede contarse y otra vez el mundo dejó de ser ajeno, gigante y hostil para mí. Al sentarme dentro de ese pequeño engendro rojo sentí que había crecido, que ya era lo suficientemente mayor como para dominar todo lo que me rodeaba, la pequeña magia mecánica me hizo crecer de un tirón lo que después crecería en años, pero seguía siendo un niño, me bajé y no di ni las gracias, mis palabras solo fueron ¿Y la guagüita?
- La están arreglando – contestó aún disfrutando de mi fascinación.
- ¿Puedo montar mañana en el yipi (Jeep)?
- Todos los días que quieras, se va a quedar aquí por un buen tiempo.
Cada día, al salir de la escuela, sin quitarme siquiera el uniforme iba directo al trabajo de mi padre, este a duras penas me hacía casi por la fuerza comer algo porque no me interesaba más nada en el mundo que montar en el Jeep rojo de Funes. Solo dios sabe cuántas miles de millas recorrí con mi imaginación en lo que con la boca hacia un ruido ensordecedor de un motor de Jeep con los fallos incluidos y los cambios de marcha. Recuerdo un día que me enfermé y no pude ir a montar en el Jeep de Funes, estuve en cama varios días y después mi padre me escuchó de nuevo haciendo como un motor en marcha y acelerando.
- Tiene buena compresión – le dijo a mi madre entre risas – eso es que ya está bien.

Hoy, muchos años después y como casi todo lo que hago, tarde, doy las gracias a Oliverio Funes por ser un héroe y ojala donde quiera que estés, me perdones por no habértelo dicho en ese momento y seas perdonado por los héroes que tuviste a tu alrededor y quizás te faltó decírselo, que a pesar de los ojos tristes y el pelo blanco o de una forma de ser no tolerada por ti, te quieren y te tienen por siempre en la memoria como un ser querido.

                                  El Yoyi.

NOTA.- El Yoyi encontró mi sitio navegando el internet. Así descubrió que yo era hijo de uno de sus héroes. Esta colaboración suya esta inspirada en su lectura de la entrada titulada Pinochos de Madera, en este sitio. George Gautier (El Yoyi) es un gran narrador y fotógrafo también. Por favor, visite su sitio en este enlace: GEORGE GAUTIER.


31 de enero de 2009

Los Olores Amados, por Ernesto González


Ernesto González, escritor cubano residente en Chicago, ha trabajado para Riverside Publishing, publica regularmente en revistas locales y electrónicas, ha enseñado español en la East-West University y en la escuela Cultural Exchange. Ha publicado las novelas “Habana Soterrada”, “Memorias de una Bodega Habanera”, “Descargue Cuando Acabe” y “Bajo las Olas”. En la actualidad trabaja como traductor en el periódico en español Hoy, del Chicago Tribune.





El esplendor de Janis Joplin - colaboración de Ernesto González




Alma sureña equivocada de piel.
"Janis", un documental inolvidable.


Noche memorable en el Gene Siskel. El excelente trabajo de los Archivos Fílmicos de Chicago nos traía una retrospectiva del editor Howard Alk, quien trabajó dentro de la contracultura norteamericana de los años sesenta y setenta. El plato fuerte de la muestra: su inolvidable documental Janis. Sala repleta de jóvenes que la descubrían, de viejos enfebrecidos, sonrisas cómplices y recuerdos. La esposa de Alk, su hijo y sus amigos evocan a un judío afectuoso, fascinado por la cultura negra, rebelde e inconforme, probablemente neurótico, como deben ser los creadores y debían ser todos los seres humanos (creadores también a fin de cuentas). No podía ser otro que ese editor devenido en maestro de la cámara, quien realizara esta obra catalogada como uno de los mejores documentales musicales de todos los tiempos. Desde el primer fotograma, el discurso de las imágenes es tan grandioso como el de Janis. Grandioso en intimidad, en autenticidad, en calidez. La cantante habla, se emberrincha o se ríe con una naturalidad y un fervor que sólo la cámara y la edición de Alk podían revelarnos. Rememora su vida en una pequeña ciudad de Texas, se nos muestra su rencuentro con esa cultura que le era tan ajena, ya encumbrada en la fama, su desapego y su sorpresa al verse convertida en lo que no pidió, y por supuesto, su interpretación cada vez diferente, sin dejar de ser la misma Janis. Una magia que se extinguió desde entonces en los escenarios, y fue sustituida por poses repetidas, cansinas, lindura, meneos falsos, voces inaudibles e histeria. Hay quienes recuerdan a Janis como adicta a las drogas, fue el comentario que surgió cuando mencioné su nombre entre algunos conocidos. Aunque a continuación se habló de rebeldía. Yo añadí que no sólo fue rebelde sino que vivió su rebeldía. Vivió de verdad, aseguré. Sentí un poco de perplejidad a mi alrededor, y como un silencio acusador (¿o es que acaso no recuerdas, I have a great life). Es comprensible, vivir se ha convertido en ostentación de posesiones y en conteo de placeres, ha dejado de ser celebración, alegría intrínseca y honestidad para consigo mismo. Lo que vivimos parece muerte al lado de gente como Janis. No tuve la suerte de verla en vivo, como nunca pude ver a Nina ni a Morrison, ni a Dylan (sí a Joan Báez), ni a otra(o)s de esa época incandescente. Pero la vi cerrar el documental, claro, con Piece of my Heart, y cómo ayudaba a subir al escenario a una avergonzada joven, a la cual siguieron decenas de espectadores, que bailaron, cantaron y se menearon a lo Janis, a despecho de guardaespaldas y personal de seguridad, si es que alguna vez los tuvo.

Ernesto González, escritor cubano residente en Chicago, ha trabajado para Riverside Publishing, publica regularmente en revistas locales y electrónicas, ha enseñado español en la East-West University y en la escuela Cultural Exchange. Ha publicado las novelas “Habana Soterrada”, “Memorias de una Bodega Habanera”, “Descargue Cuando Acabe” y “Bajo las Olas”. Vea LIBROS DE AUTORES CUBANOS, en la columna de la izquierda, con vínculos a Amazon.com. En la actualidad trabaja como traductor en el periódico en español Hoy, del Chicago Tribune.


20 de enero de 2009

PINOCHOS DE MADERA


Las Aventuras de Pinocho. Historia de la Mentira más Larga del Mundo 
por Irene Vasco, autora y traductora colombiana

Supe de Yoyi hace unos meses, cuando - chequeando mi correo electrónico - encontré un mensaje suyo. Indagaba si tenía alguna relación con un personaje de su niñez nombrado Oliverio Funes. Me contaba que tenía muy buenas memorias de él, que lo consideraba un héroe personal; y que deseando escribir algo sobre esos recuerdos, sin nada más concreto que estos, había acudido a San Google para que le otorgara un milagro informativo sobre su admirado carácter. Bueno, San Google, que todo lo sabe, le dió mi nombre que es similar al de mi padre. De esa forma nos conectamos, aunque tenuamente por la distancia, la diferencia de intereses y mis tendencias nada gregarias. De parte, admiro el humanitarismo, la sencillez del Yoyi, y siento su dolido amor por Cuba. Si visita su sitio en la red TIERRADENTRO, y lee sus historias, el lector comprenderá de qué hablo. Yoyi quería que le contara de mi padre, que entre los dos hiciéramos un pequeño pero sustancioso recuento de su vida y actividades. Quería homenajearlo como lo que fue para muchos, un moderno Geppetto cubano que trajo sana alegría y felicidad a muchos niños con sus festivales infantiles en las calles habaneras, y en las de otros poblados. Este fue realmente un gran esfuerzo suyo, en una época de grandes limitaciones y penurias. 
A pesar de entender al Yoyi, y compartir con él su misma profunda admiración, para mí éste no era un proyecto fácil de llevar a cabo. Mis sentimientos hacia mi padre son complejos, como sucede a menudo en las relaciones entre padres e hijos. Mis recuerdos de él están llenos de respeto y admiración por su personalidad humorosa, su dedicación a la familia a pesar de una vida personal insatisfecha, y sus valores morales rectos. Era también de admirar su ética  y habilidades laborales, su rica capacidad inventiva para poner en práctica sus sueños mecánicos; para resolver magistralmente cualquier proyecto que retara su atención y destreza manual. Por otro lado, su distanciamiento emocional hacia mí - aparte de ser algo característico en el ambiente familiar en que creció - fue aumentando a medida que mi homosexualidad se hizo cada vez más evidente. No ayudó a nuestra relación y estado de ánimo mutuo, mi forzado aislamiento y dependencia económica en él, como consecuencia de mi intención de irme del país. En esa época, tal decisión implicaba ostracismo social y laboral por parte del gobierno. 
El correo electrónico de Yoyi abrió gavetas con memorias ignoradas a propósito para evadir el dolor. No resiento - en lo absoluto - que hiciese esto. Por el contrario, le agradezco el recordatorio involuntario. He aprendido - más o menos - que para exorcizar cualquier asunto negativo lo mejor es confrontar el hecho. De ese modo es posible comprender, resolver, o al menos aceptar, lo que el vivir nos ha lanzado encima justa o inmerecidamente. Cuando hacemos esto, aunque no podamos remediarlo, al menos estamos alertados. "Eso" se convierte en algo conocido que podemos colocar - y observar objetivamente sin penar tanto - en el estante de los eventos personales que nos decoran. 
Dijo Gandhi: "Lo importante es la acción, no el resultado de la acción. Debes hacer lo correcto. Tal vez no esté dentro de tu capacidad, tal vez no esté dentro de tu tiempo que haya algún resultado." Yoyi sueña como muchos de nosotros. Pero a pesar de ser un soñador, tiene una idea clara de su realidad, y de cómo ésta funciona en relación a su alredor. Y él no se amilana en lo absoluto. Esa frase de Gandhi, que Yoyi colocó al final del correo electrónico donde invitaba a que viéramos un avance de su proyecto "Luchando por un Sueño", refleja su visión y pasión por lo todo lo humano. Pero ese amor por la Humanidad no es expresado a través de conceptos abstractos o generalizadores, sino por medios tangibles: un rostro específico o una historia particular. Esto es algo que ya había hecho antes en su bitácora, cuando retrataba - con frases sensibles - a individuos que habían dejado una huella en su imaginación: Plátano, el relojero, mi padre (el Geppetto cubano), y otros muchos.
Yoyi planea crear una serie de documentales inspirados en los testimonios de cubanos sencillos que están subsistiendo en diferentes partes del mundo. Él desea reflejar las tribulaciones que estos cubanos pasaron antes, durante, y después de tomar la radical decisión de abandonar el país - por una razón u otra - a como fuese. Noticias recientes - en la televisión hispana aquí en los Estados Unidos -  reflejan  las tribulaciones y peligros enfrentados por los cubanos que intentan llegar a los Estados Unidos atravesando el territorio mexicano. El proyecto de Yoyi abrió finalmente esa gaveta - escondida en los recovecos de mi mente - conteniendo viejas memorias olvidadas como mecanismo de defensa.


Han pasado más de veintiocho años desde que nuestra familia sufrió los horrores de quienes trataron de salir de Cuba a través del Mariel, un puerto cubano en la costa norte. Los primeros que fueron maltratados - por nuestros Pinochos de madera - fueron mi hermana Xiomara, su esposo Carlos y el hijo de ambos, Ronald, de apenas un año de edad. Como ocurió con miles de otras familias e individuos en ese período, un amigo de mi cuñado viajó a Cuba en un bote para recogerlo a él y a su familia. En el momento exacto de embarcarse, a mi hermana le fue denegada el permiso de salida. El pretexto arguído - para forzar la detención - fue un trámite burocrático relacionado a su trabajo. Los oficiales a cargo prometieron una salida expedita para ella más adelante, cuando cumpliera los trámites requeridos. Por supuesto, el niño permaneció con ella. De mutuo acuerdo, Carlos partío con la promesa dada de que los tres se reunirán pronto.

Xiomara trabajaba - como profesora de Historia del Arte - en un instituto formador de profesionales del Banco Nacional de Cuba. Esa institución era considerada estratégica para la economía, de ahí que se argullera que tenía que cumplir trámites especiales para salir del país. Debía solicitar y obtener un documento que constara su renuncia al puesto de trabajo. Cuando trató de cumplir con ese requisito, la administración y las organizaciones políticas y sociales del lugar (bajo la orientación del gobierno nacional) manipularon a sus compañeros de trabajo y a sus estudiantes para que la asaltaran en el vestíbulo del edificio. Este fue un tipo de acción (llamado "actos de repudio") que se llevó a cabo múltiples veces a través de toda Cuba. Con ello se pretendía no sólo agredir física y moralmene al "traidor", sino también desalentar y atemorizar al observador de los eventos.

Mi hermana pudo escapar la agresión gracias a su rápida reacción. Aterrorizada, corrió muchas cuadras desde La Habana Vieja - lugar donde radicaba su centro de trabajo - hasta su pequeño apartamento en Centro Habana. Creyó encontrar allí refugio, pero minutos después de arribar llegaron varios camiones cargados con los anteriores atacantes. Estos gritaban insultos y golpeaban la puerta amenazando con derribarla. Apedrearon la fachada del inmueble hasta romper los cristales de la ventana. La agresión duró nueve horas consecutivas. Por último, colgaron un cartel enorme sobre la puerta del apartament donde se leía ¡AQUÍ VIVE UNA TRAIDORA! Fueron dadas órdenes estrictas que prohibían su desmantelamiento.

Mi padre y yo acudimos a un alto oficial del gobierno - vecino de la familia - para que garantizara la seguridad de mi hermana. Éste aconsejó que tanto mi padre, como mi madre y yo, debíamos renunciar públicamente a cualquier asociación con ella. Esto, según él, si no queríamos vernos afectados negativamente en lo adelante. A mi padre - siendo el único proveedor en ese momento - le aconsejó que fuese ante sus jefes y la renegara si quería seguir empleado.

Mi hermana fue advertida de que debía regresar nuevamente a su centro de trabajo. Tenía que regresar allí a recoger un documento oficial que atestara su baja laboral. Aterrada, había huido del lugar sin completar ese paso. Por supuesto, la angustia y el pánico la embargó nuevamente. La situación en que la colocaban era un dilema. De no acudir podía perder la posibilidad de salir del país, ahora que su futuro profesional estaba cerrado. Si lo hacía, podría enfrentar otra tanda de abusos de consecuencias imprevisibles. Sabíamos que algunas personas habían muerto a causa de violencia descontrolada ejercida contra ellas. Víctimas de los nefastos “actos de repudio” fomentados por el gobierno para castigar a “desertores” e intimidar a posibles imitadores.

Ese fue el momento cuando, al decidir apoyar a mi hermana, mi destino fue también sellado. El miedo a fuerzas desconocidas impulsa a encontrar ayuda más allá de nosotros mismos. Buscamos consejería mental con una psiquiatra conocida; sin ser religiosos ni saber como orar, fuimos a la Catedral de La Habana para que Dios intercediera por nosotros; nos tiramos las cartas del Tarot, para adivinar el futuro y prever los peligro; practicamos la sílaba Om, de la cultura oriental, para mantenernos concentrados en nosotros mismos y evitar que la ofuscación exterior nos desorientara; y, finalmente, para atar todos los cabos de protección inimaginables, sin ser practicantes acudimos a un santero para buscar la protección de la deidad adecuada a la situación. En esta última gestión, seguimos los rituales aconsejados: rompimos cuatro huevos con los nombres de nuestros enemigos escritos sobre ellos. Por si acaso, como estábamos dudosos de quienes eran éstos realmente, apuntamos nuestro "maleficio" hacia las esferas más altas. Los huevos fueron estrellados, uno a uno, en las esquinas de cuatro calles adyacentes al Palacio de la Revolución. Debíamos estar seguro que la hechicería le llegara a sus destinatarios. Como en la película cubana Lucía, de Humberto Solas: ¡Perro maldito al Infierno!

Hoy en día, desde la seguridad y certeza otorgada por extranjeros generosos y la madurez proporcionada por el tiempo transcurrido, todo esto parece inverosímil. No puedo afirmar que todas las "gestiones" que hicimos hayan funcionado realmente. Pero lo que sí hicieron fue condicionarnos mentalmente a resistir y vencer lo que nos vendría encima después; cuando cayéramos en la segunda fase de la trampa, concebida por una dirigencia paranoica y desesperada, como respuesta al caos político y social que ella misma desencadenó.

La mañana era soleada y fresca cuando decidimos ir de vuelta a buscar el documento de renuncia laboral requerido por las autoridades de emigración. La noche anterior habíamos ensayado un último ardid. Consistía en un pequeña representación teatral que ambos fingiríamos en caso de ser agredidos. En nuestro estado de insanidad momentánea, creíamos que podría dar resultado: mi hermana fingiría desmayarse frente a la multitud; y ésta, al ver que la cargaba, y sin posibilidad de infringirle dolor por estar inconsciente, perdería interés y nos dejarían solos. Según nuestro "razonamiento" shakespereano, inspirado por el surrealismo de los eventos en el país, nuestros agresores estarían ante la siguiente disyuntiva dramática: "¿Golpear o no golpear? Esa es la pregunta". Calculamos que si la víctima de la agresión no sentía, pues la violencia no tendría sentido. Ingeniosos, o locos, ¿verdad?

No había nadie en el vestíbulo cuando entramos al edificio para recoger el documento oficial de renuncia laboral. Estábamos nerviosos y recelosos, pero suspiramos con alivio. Ahora bien, cuando salimos nuevamente a la calle una multitud vociferante había sido orquestada allí. Nos estaban esperando para representarle a la "traidora" su segundo “acto de repudio”.
Asustados, vacilamos unos segundos antes de bajar resueltos los escalones a la entrada del edificio. Obispo, una calle empedrada y estrecha de La Habana Vieja, no tiene mucho espacio para un grupo largo de personas. Cogidos de las manos, empezamos a caminar por el medio de la vía. El griterío y los insultos nos perturbaban, lo cual era precisamente el objetivo. Al ver a mi hermana que bajaba su cabeza avergonzada, le dije casi a gritos – No hagas eso, Xiomara, levántala. Mira hacia adelante todo el tiempo, y recita OM continuamente concentrándote en la frente como ensayamos.

Mis recuerdos de lo ocurrido en lo adelante son desordenados. Imágenes entrecortadas y caóticas, planos moviéndose alternativamente hacia delante y hacia detrás. Todo como en un túnel iluminado difusamente, con un trasfondo sonoro perturbador, y por donde caminábamos mecánicamente moviendo nuestras extremidades como robots. Rodeados por un collage de rostros descompuestos por el odio y la ignorancia, y de los cuales brotaban amenazadoras invectivas y ocasionales escupitajos. Exactamente como si nos hubiésemos metido adentro de un cuadro de la pintora expresionista cubana ANTONIA EIRIZ (Ñica): lleno de figuras monstruosas y opresivas.

La agresión no duró mucho, quizás porque la lección de humillación y derrota de los traidores, ofrecida como espectáculo y entrenamiento a los adolecentes, no cuajó como pretendían. Aunque pudo haber sido también porque se creyó haber obtenido el efecto traumatizante deseado. Dos o tres cuadras más adelante todo cesó repentinamente. Los organizadores detuvieron en seco a los manifestantes, haciéndose la luz de nuevo. Tal como en esas tormentas tropicales en la campiña, que cesan en un instante, y ofrecen una visión diamantina al reflejarse el sol en las diminutas gotas de agua cubriéndolo todo. La sensación fue, en ese momento, como el traspaso desde el mundo caótico del viviente, hacia la extraña tranquilidad experimentada, según los especuladores místicos, por quienes dejan de existir físicamente. Quizás ese era uno de las principales mensajes enviados: ustedes no existen más de ahora en adelante.

Mi hermana quiso correr, pero la contuve inmediatamente. Recordé una advertencia dada en la niñez: al perro no se le demuestra miedo, porque muerde entonces. A paso rápido, seguimos por Amargura hasta desembocar en la calle Oficios. Creímos, equivocadamente, habernos librado de problemas. En la esquina suroeste de una pequeña plaza en esa intersección, cerca del Ministerio de la Minería, donde trabajé en su taller de artes gráficas años atrás, un grupo de individuos comenzó a señalarnos y a gritar – ¡Allí están la escorias! – mientras avanzaban hacia nosotros. En ese momento crucial, hizo su aparición un Ángel de la Guarda en la forma de un taxi Chevy argentino, muy popular en esa época pero casi imposible de botear. ¡Si lograbas que parara, siempre iba en dirección opuesta a la solicitada! – ¡Aleluya, milagro! – el chofer paró y nos preguntó adónde íbamos. – ¡Adonde sea! – gritamos al unísono, mirando de soslayo a la jauría que ya corría hacia nosotros. Al ver la expresión en nuestros rostros, y mirar hacia la algarabía que se aproximaba, el chofer se percató de la situación y nos ordenó entrar en el vehículo. Y con chirrido de ruedas, y golpeadura de puertas, como en cualquiera de esos filmes de Matt Damon, salimos de allí como un bólido.

Pasaron más de tres años antes de que Xiomara y el niño pudieran salir. Mi salida ocurrió nueve meses después de la de ellos, siguiendo sus mismos pasos alucinantes. Podemos decir que tuvimos suerte. Nuestra espera fue relativamente corta, y al menos no vivimos los horrores que relata Rogelio, como miles de otros casos desconocidos, en las aguas del Estrecho de la Florida.
Aunque no tan terrible, pues hubo hasta ciertos breves “lujos”, no por ello dejó de ser una experiencia desgarradora. Mi hermana, sin sospechar los peligros en lo absoluto, vivió primeramente la experiencia con su niño de cuatro años. Yo seguí el mismo camino nueve meses después, también ignorando los detalles por falta de comunicación. Un tío, fallecido ya, pudo conectarse con quien estableció los vínculos y facilitó los trámites necesarios para nuestro paso hacia los Estados Unidos. Cómo lo hizo, nunca le pregunté ni quise saber.

Salí de Cuba, hacia Ciudad de Panamá, en un avión de la línea aérea española Iberia el 15 de diciembre de 1983. Llevaba en mi poder un pasaporte oficial cubano, con una visa de turista para visitar a Panamá durante un mes. ¡Quién podía darse ese lujo en Cuba en aquel entonces, ni tampoco ahora! Sin embargo, si usted se fija bien en las páginas de Visas, de mi pasaporte cubano viejo (haga clic en ellas para ver imágenes más grandes y detalladas), debajo del cuño cuadrado de visado turístico, de la embajada panameña, se puede leer claramente: Autorizado por G.E.M. Exento Pasaje Regreso. No regreso de mi parte estaba claramente contemplado cuando fue expedido. El régimen de Noriega había comenzado ese año, y mi estancia en la capital panameña, entre paréntesis una ciudad hermosa y moderna para una pequeña nación, transcurrió tranquilamente.

Disfruté por primera vez, a cuenta gotas pues la manutención enviada desde los Estados Unidos por mis familiares era lógicamente escasa, de las bonanzas capitalistas permisibles para el pudiente, y que para mí era prácticamente desconocidas (tenía nueve años cuando la revolución triunfo). En ese entonces, Panamá atravesaba un período económico próspero, de estabilidad social, y de una relativa tolerancia política también desconocida para mí. Visité diferentes lugares de interés, entre ellos la Isla Taboga, o de las Flores, a unos veinte kilómetros de la capital en el golfo del mismo nombre; el Canal de Panamá, donde observé el cruce del trasatlántico Queen Elizabeth 2, de gira por el globo en su travesía conocida como 80 Días Alrededor del Mundo; y también fui a rendirle tributo a Carlos J. Finlay, el famoso doctor camagüeyano de ascendencia escocesa y francesa, en su monumento en un parque cercano a la zona del canal.

El ánimo entre muchos de los cubanos residiendo en la capital panameña, bastante numerosos por cierto, era de una incertidumbre rayana en la histeria. Nadie sabía verdaderamente cómo, ni cuándo, iba a salir de aquel bonito, pero caliente y húmedo aislado terrario tropical. Intrigas reales, o imaginarias; rencillas interpersonales por los más nimios motivos; y rumores de radio bemba coloreaban el tedio cotidiano de la espera. Alguien, varado allí largo tiempo por carecer de dinero para continuar la odisea hacia el Norte, y al tanto de las noticias ficticias o reales del cubaneo local, me sugirió rescatar mi pasaporte de las oficinas de migración panameñas. Era un procedimiento común que este documento le fuese retirado a todo cubano, por las autoridades de aduana locales, cuando llegaba al aeropuerto en circunstancias similares a la mía. – ¿Y eso por qué? –, pregunté ingenuamente, mientras me devolvían una mirada expresiva, junto con un gesto de la cabeza, indicando mi idiotez – Pues, porque, ¿quién sabe cómo van a utilizarlo usando tu cara y tu nombre? – me contestó en son de burla. Mientras ponía, como niño malcriado, boca de puchero y ojos saltones de sapo. – ¿Eh? – Aquella respuesta me inició, por primera vez, en la neurosis colectiva que vive el exiliado; el cual había creído dejar atrás, en la isla, la intriga y el complejo de persecución. – Pero no te preocupes – continúo el informante ducho – yo sé lo que debes hacer. Vete a la embajada cubana, pídeles la forma tal con el pretexto de que quieres registrarte con ellos. Ése es un procedimiento diplomático estándar. Cuando estás de visita en otro país, de ese modo hay constancia de tu presencia en el territorio; eso, en caso de que te suceda algo y necesites representación. Con esa forma oficial cubana, te presentas en la oficina de migración panameña. Allí entregas el documento, y dices que necesitas el pasaporte para registrarte en tu embajada. Te lo van a dar con recelo, por supuesto, y te van a exigir que lo devuelvas cuanto antes. No lo hagas, no te van a salir a buscar; además, no saben dónde vives. ¡Desaparécete! – Eso fue lo que hice, precisamente, con tremenda sangre fría.

Las semanas transcurrieron sin eventos sobresalientes. Salvo un incidente generado por la codicia de mis primeros anfitriones, que me obligó a buscar alojamiento con otra familia. Me dediqué a explorar, limitadamente, la ciudad y sus alrededores. Visité el Canal de Panamá, en ocasión del pasaje por allí del transatlántico Queen Elizabeth 2, en su travesía nombrada “80 Días Alrededor del Mundo”, como la novela de Julio Verne. Fui a un parque cercano al canal donde hay un monumento dedicado al científico camagüeyano, de ascendencia franco-escocesa, Carlos J. Finlay. En un ferry, viajé hasta la cercana Isla de Taboga, o Isla de las Flores, en el Golfo de Panamá; de increíble belleza natural, y no muy explotada comercialmente en ese entonces.

En aquella época busque apoyo espiritual en conocimientos esotéricos. Esto se debió - quizás- a falta de tradición religiosa en el ámbito de la familia. Pero sobre todo a la ausencia de educación religiosa - y hasta condenación de cualquier tipo de afiliación a ella - en el ámbito nacional. Durante las primeras décadas de la Revolución, la "Verdad" fue dictaminada por patriarcas en el poder - supuestamente marxistas - cuya ideología ateísta no toleraba ningún tipo de competencia. Pero como los humanos, de una manera u otra, necesitamos de pensamiento mágico para explicar los misterios de la realidad que no entendemos, pues yo encontré en el tarot y la astrología una fuente para dilucidar misterios y apoyarme espiritualmente. Además, en un plano más práctico, también encontraba inspiración en la solución de problemas inmediatos. No ser "hereje", como es interpretado por el religioso cabal, no era una opción para mí. Tampoco lo era para muchos cubanos adoctrinados, o forzados a aceptar el credo oficial para poder sobrevivir. Sobre todo cuando, al sopesar los resultados del idealismo religioso con los del materialismo ideológico aplicados a la realidad, el producto final es casi el mismo: vacuidad, subjetivismo e incertidumbre.

Cartomancia y astrología propiciaron mi acercamiento a un personaje muy peculiar en el mundo de los cubanos establecidos en Panamá. Era una cubana simpática y alocada; cuyo nombre, probablemente falso, he olvidado. Tenía un automóvil automático que manejaba utilizando ambos pies, por lo cual viajar con ella era como ir de pasajero, cruzando senderos pedregosos en las llanuras de Arizona, en una diligencia de Wells Fargo. Se franqueó conmigo, demasiado diría yo, porque se interesó en mis habilidades cartománticas; y posiblemente, también, debido a su soledad y la necesidad que tenía de aventar sus infortunios con alguien que le inspirase confianza. Estaba deseosa de saber si en verdad podría marcharse hacia los Estados Unidos; ya que, según alegaba, estaba forzada a permanecer allí hasta que la seguridad cubana lo considerase pertinente. Me contó, para mi alarma por ser una información peligrosa de estar al tanto, que tenía un hermano preso en Cuba, y su situación dependería del cumplimiento, por parte de ella, de una misión. Ésta consistía de servir de enlace entre los cubanos estacionados en Panamá, sus familiares costeando los trámites para el traspaso, y los traficantes internacionales a cargo de la parte operativa del tráfico ilegal de refugiados. Según ella, en ese momento, eran dos uruguayos que por su apariencia física parecían de procedencia sajona. En su locuacidad, me llegó a confesar que tenía una relación amorosa con uno de ellos. Quería saber si sus intenciones eran sinceras. – ¡No! – sentenció el Tarot, y se lo dije. – ¡Ya lo sabía! – suspiró decepcionada y con resignación.

Cómo iba a salir de Ciudad Panamá no lo supe hasta el último momento, cuando nos llevaron al aeropuerto internacional capitalino. Mi primer intento de salida fue fallido, porque el dinero cubriendo el costo del viaje no estaba completo. Me ordenaron quedarme sentado en la sala de espera de la terminal durante un rato, para no levantar sospechas, y después regresar a la ciudad. Sintiéndome confundido por el abandono, tuve que observar como el resto del grupo abordaba el avión, mientras sus integrantes me miraban de soslayo, al pasar por mi lado, con expresiones interrogantes en el rostro. El regreso al sitio de mi estadía causó una pequeña confrontación. Bienes personales dejados atrás habían sido confiscados prematuramente: principalmente, la ropa de cama y el colchón donde dormía en el suelo de un rincón de la sala. La hija mayor de la mujer que me alquilaba el espacio, uno de esos casos de cubanos varados tratando de supervivir durante la espera, no quería oír razones. Había perdido el derecho a mi colchón, y mi espacio en la sala, una vez que había salido de la casa; para ella, yo era un espejismo que estaba perturbando sus nuevos planes de trapicheo.

Finalmente llegó el día de la partida. El nuevo grupo de “turistas”, al igual que el primero, tenía una composición variada. Había mujeres, hombres, y niños de diversas edades: desde infantes en brazos, hasta ancianos sosteniéndose con bastones. Momentos antes de dirigirnos a la puerta de salida, nuestro “guía” nos sermoneó por enésima vez: – Hablen lo necesario; y si lo hacen, en voz baja. No necesitamos que los detecten por el acento. Recuerden, son turistas costarricenses en tránsito hacia Ciudad México – y nos entregó pasaportes ticos. Sentado en la nave aérea, comencé a hojear las páginas del mío. Resulta que mi identidad ficticia era la de un profesor de matemáticas en una ciudad desconocida de Costa Rica. El rostro del individuo en la foto no se asemejaba al mío en lo más mínimo. Un indicativo de la laxitud con que estos documentos eran chequeados ($) por las autoridades aduaneras competentes. A mi mente vino el sabio consejo del informante, y el rescate atrevido de mi pasaporte de manos del funcionario corrupto que planeaba obtener ganancias de él.

Desde el cielo nocturno, el espectáculo lumínico de la capital mexicana era fabuloso. Mientras la nave aérea revoloteaba sobre la ciudad, tratando de posicionarse correctamente para aterrizar, parecía que iba a hacerlo en un gigantesco tazón iluminado completamente hasta los bordes. El edificio de la terminal aérea estaba casi vacío y poco iluminado. Casi porque, mientras caminábamos en silencio por sus corredores, el único personal visible consistía de uniformados colocados a ambos lados de nuestro recorrido. No sé si para resguardarnos de algún peligro, o para evitar cualquier esprintar alocado de algún miembro del grupo afectado por el mal de altura de Tenochtitlán.
Afuera del edificio aguardaban buses turísticos que nos conducirían a un hotel en el centro de la ciudad. Todos estos pasos eran desconocidos por nosotros. Cada uno de ellos nos tomaba por sorpresa; y reafirmaban la idea de cuan vasta era la complicidad, el grado de impunidad y seguridad, y la organización que le daban a esta operación un carácter casi oficial. Sentado en el centro del autobús, y agotado por la larga jornada y la tensión nerviosa, acomodé la cabeza en una almohadilla que había colocado contra el cristal de la ventanilla. Afuera, al lado del vehículo, justo debajo de mí, con el rabillo del ojo aunque sin sonido, presencié un animado diálogo entre uno de nuestros guías y un oficial de una rama uniformada mexicana desconocida. Al final de un fuerte apretón de manos, un fajo de billetes grueso pasó rápidamente de manos; sellando la conversación y enviando cada cual por su camino.

El hotel adonde fuimos trasladados era magnífico. Al menos para mí lo era, acostumbrado, como muchos habaneros, a respirar sólo ocasionalmente los olores exóticos y extranjerizantes del lobby del Habana Libre. Durante los tres primeros días nos permitieron salir y movernos libremente. Me dediqué a caminar y explorar algunos lugares de interés: la Plaza del Zócalo y la Catedral Metropolitana, con sus enormes lámparas colgantes inclinadas hacia el altar, en la nave principal, a causa del hundimiento de los cimientos del edificio; el interior y los alrededores del hermoso Palacio de Bellas Artes; la colorida Zona Rosa en la Colonia Juárez, en el centro, con sus boutiques chic, restaurantes de toda clase, y artistas de todo tipo actuando, cantando, pintando; en fin, haciendo cualquier cosa para atraer la atención, divertir y vender. Caminando por el Paseo de la Reforma vi, por primera vez, cantidad infinita de come-candelas en cada semáforo a mi paso; el literal, colocando estacas llameantes en el interior de su boca, para sustentarse deglutiendo fuego y humo; y el metafórico, haciendo cabriolas sobre zancos de alturas imposibles, o limpiando parabrisas de carros que no merecían el esfuerzo, o vendiendo pirulís de colorines sospechosos, etc. Observando el entorno mientras avanzaba hacia el Parque de Chapultepec, hasta donde llegué para visitar algunos de sus majestuosos museos, la curiosidad me picó – ¿Cómo sería la vida de los come-candelas, bajo la soberanía de Moctezuma, en un Tenochtitlán con una vía central similar al Paseo de la Reforma ?

El momento culminante de nuestra Odisea, regida por astutos terrenales y no por dioses mitológicos, llegó al cuarto día. Fuimos convocados al vestíbulo con la instrucción precisa de llevar solamente un pequeño equipaje. Se nos recordó mantenernos callados, y no apartarnos del grupo. Con precisión casi militar, abordamos los vehículos que nos llevarían nuevamente al aeropuerto. En esta ocasión, el vuelo local era hasta la ciudad de Reynosa, fronteriza con los Estados Unidos. Aterrizamos allí al mediodía, y las únicas impresiones que me dejó el sitio fueron el de ser un lugar descolorido y muy pobre; así como las miradas inquisitivas y recelosas de los nativos que aguardaban su vuelo.
Las condiciones de viaje comenzaron a degradarse a partir de ese momento. Los “guías” de ahora no tenían el porte, ni las maneras anteriores. Eran los llamados coyotes; y como bien indicaba el nombre, desde un principio desplegaron una rudeza de comportamiento que pegaba muy bien con sus aspectos físicos deplorables y amenazantes.

Apurruñados en cinco automóviles, con carrocerías descoloridas y asientos maltrechos, fuimos conducidos, dando tumbos, por caminos llenos de baches; bordeados de escasos árboles moribundos a causa del peso de capas sobre capas del polvo asfixiante del terreno. De vez en cuando, se veía alguna que otra casucha en tan malas condiciones como el resto del entorno. Como esas de aspecto fantasmal de los filmes de temática medieval, por donde ha pasado la plaga, y que ni tan siquiera parecían albergar almas en pena. ¡Cuánta desolación y pobreza en esa zona fronteriza! Debió haber vivido tiempos mejores en el pasado; antes que los conflictos traídos por el tráfico ilegal de drogas, armas, y gente desesperada por cambiar el destino la convirtiera en tierra de nadie!

Finalmente, llegamos a un rancho no tan escuálido como los otros. Quizás, consecuencia de las ventajas derivadas de su función mediadora en el cruce de ilegales. Aunque, tampoco se veía a nadie por los alrededores. El mensaje era claro, pareciera como si nadie quisiese ( o lo dejasen) ser testigo de nada. Atravesamos lentamente la propiedad hasta un paraje solitario, donde ninguna construcción era visible; y después de hacernos esperar un rato, descendimos de los automóviles.
El curso del Río Grande tiene un cauce muy quebrado. La cualidad topográfica del terreno hace que fluya sinuosamente. Esto no ha pasado desapercibido para los profesionales del tráfico humano. El cruce ocurrió a plena luz del día, en un recodo del río que hacía imposible que fuésemos detectados desde ángulo alguno. Afortunadamente, no había llovido en varios días, por lo cual fango no fue un problema; esto hizo que el río estuviese bajo y corriera quietamente también.

El pequeño bote metálico, que nos transportaría al otro lado, hizo repetidamente la travesía de una orilla a otra. Tan abarrotado iba en cada viaje que, cuando me toco mi turno, noté con horror como el peso de la gente traía el agua a solo tres dedos de los bordes de la pequeña embarcación. Mi ropa había quedado casi toda en el hotel de Ciudad México. Eso sí, diez vinilos con mi música cubana preferida, entre ellos uno de Bola de Nieve, sentí la obligación de arrastrarlos hasta los Estados Unidos. Ellos casi ocasionaron que perdiera la vida en el último momento. Una vez en la otra orilla, al momento de empezar a desembarcar, me incorporé e hice un movimiento brusco para lanzar a tierra el maletín conteniendo los discos. Había olvidado una ley física básica: a una fuerza aplicada siempre le corresponde una reacción con la misma intensidad. El gesto súbito provocó mi desbalance, y el de la pequeña embarcación todavía con gente, que por poco se vuelca. El coyote principal me lanzó una mirada fulminante, al mismo tiempo que gritaba – ¡Estúpido, casi vuelcas el bote! ¡Nunca me he tenido un accidente! – El miedo me congeló en el lugar, ayudando a detener el bamboleo. Detrás de mí, otro coyote me susurró al oído – Cállate la boca, porque no hay nada que le impida que te mate frescamente – consejo que seguí sumisamente.

Silenciosos a pesar de la solitud del lugar, y agachapados en la maleza de la orilla estadounidense, tuvimos que esperar tres horas más para poder continuar viaje. Los coyotes, legales ellos mismos, tenían que regresar al lado mexicano, manejar los vehículos a través de un puesto fronterizo, y recogernos en otra propiedad fronteriza seguramente cómplice de este tipo de actividades. Estaba oscureciendo cuando, por fin, llegaron hasta nosotros. Inmediatamente, comenzaron a azuzarnos para que corriéramos hacia los vehículos parqueados en la distancia. El instinto de supervivencia nos juega trucos que ponen a prueba la nobleza de nuestra humanidad. Así, después de correr inicialmente a toda velocidad, me encontré a mí mismo parado súbitamente en medio del terreno, mirando hacia atrás al percatarme que ancianos, mujeres con niños y discapacitados, trataban de avanzar con mucha dificultad. Dividido entre la urgencia, primaria y egoísta de resolver mi problema, y el de socorrer al necesitado de ayuda, finalmente altruismo se impuso cuando asistí a una mujer cargando un niño y arrastrando otro.

Viajamos apretujados, en caravana esparcida, por una carretera hacia la pequeña ciudad texana de McAllen; agachándonos, ocasionalmente, al paso de vehículos policiales o patrullas fronterizas. No había ánimo, ni relajamiento suficiente, como para disfrutar de la placentera prosperidad y limpieza del nuevo ambiente. Dos hora más tarde, nos detuvimos en el parqueo de un motel en las afueras de ese pueblo. En una zona penumbrosa, del mal iluminado establecimiento, un grupo de individuos, a la expectativa, se abalanzó hacia los recién llegados con algarabía típica cubana. Una figura oscurecida por las sombras, pero reconocible, se definió cada vez más mientras se acercaba. Después de fundirnos en un abrazo afectivo por unos segundos, mi tío dijo sonriente pero tajante – ¡Vámonos de aquí pal’ carajo, rápido! Con esta escandalera, se van a dar cuenta y nos van a agarrar a todos – Y nos alejamos del sitio sin despedirnos, para disolvernos quietamente en la noche.

Hago pública esta historia personal porque, aparte de encajar bien en cuanto al rostro individual que Yoyi quiere darle, en su proyecto Luchando por un Sueño, al drama vivido por miles de cubanos en busca de un cambio personal, ella sirve también para iluminar uno de los aspectos más sórdidos de la famosa Batalla de las Ideas: la explotación bochornosa de esas aspiraciones individuales por medio del tráfico ilegal de refugiados; el uso de una política maquiavélica (¡el fin justifica los medios!) que propicia y alienta la criminalidad, que pone seriamente en peligro la vida de seres humanos, y que provoca hasta la muerte de muchos de ellos. Estas tácticas no fueron inventadas por los cubanos. Es un problema endémico en muchos países, y en muchas regiones del mundo; que, por una combinación de factores, envuelve entidades criminales internacionales y gobiernos corruptos que hacen provecho de estas actividades para resolver, o más bien, esquivar, los múltiples problemas de carácter político, económico y social que los aqueja. Es una actividad delictiva donde se aparean los intereses criminales a nivel mundial, con los de entidades gubernamentales, o facciones amorales dentro de ellas (para no generalizar gratuitamente, y dar algún margen de crédito a los sectores honestos), con el fin de lucrar los primeros, como en cualquier otra actividad mercantil; y los segundos, aparte de lucrar también, para cubrir designios más indirectos y subjetivos. Es decir, estados y/o gobiernos que no quieren, o no pueden, funcionar cívicamente; y que propician el tráfico de refugiados con el fin de utilizar ese mecanismo como válvula de escape para deshacerse de presiones sociales internas surgidas a causa de sus inhabilidades para gobernar y administrar de un modo realista y eficiente. O como una fuente indirecta de obtención de ingresos que, provenientes de quienes organizan directamente las operaciones criminales, suplementen las desajustadas y empobrecidas economías nacionales, y/o los bolsillos particulares de “ovejas descarriadas”. O como un medio de percibir un influjo estable de divisas, como una inversión a largo plazo no tan indecorosa esta vez, de parte de los traficados; quienes más tarde, nostálgicos y atormentados por las condiciones deplorables de vida de familiares dejados atrás, envían remesas periódicas al país nativo. O como una vía más para infiltrar quienquiera sea necesario para espiar los “devaneos” de la oposición en el exterior. Debe haber más - debajo de este oportunismo amoral de la emigración - acerca de esta mentalidad política de timbiriche practicada por expertos en soluciones improvisadas guerrilleras, de estos demagogos hábiles que utilizan el humo y los espejos para engañar a los incautos.

Aunque seamos un país pequeño y pobre, no tiene necesariamente que ser así. No es debido a que nuestro vino sea de plátano. Más bien habla mucho acerca de la mentalidad de quienes propician estas prácticas; o se convierten en cómplices de ellas cuando ignoran, a sabiendas, la existencia de este tipo de actividades. Personalmente me hace pensar de ellos que, efectivamente, han avanzado el carácter de la República en algo, que la han hecho crecer más. La han llevado a convertirse de una Banana Republic, como hemos sido llamados despectivamente en el pasado, a una más amplia de Platanal.

Las historias descritas más arriba, y las opiniones expresadas, no están inspiradas en el despecho y el odio. Nacieron de mi experiencia personal. Tienen un rostro, un nombre y un patronímico propios. No buscan la difamación vil y gratuita. Por el contrario, con ellas aspiro meramente a iluminar un aspecto de la verdad desde una perspectiva individual. Es tiempo de que los Pinochos de Madera al frente de nuestra nación, junto a sus fieles o forzados seguidores, acaben de crecer. Para convertirse, con acciones correctas y justas, en seres de carne y hueso. Tal y como le sucedió a Pinocho, el famoso carácter del escritor italiano Carlo Collodi.








14 de diciembre de 2008

René Ariza y Reynaldo Arenas, por Rogelio Fabio Hurtado


Actor, dramaturgo, cuentista y poeta, Ariza fue un artista integral, a tiempo completo, sin opción para escoger ningún otro destino


Al triunfo de la insurrección contra Batista, le calculo entre 18 y 20 años, ya con las lecturas suficientes para estrenar su nombre en el suplemento Lunes de Revolución con un breve relato. Para 1963, mi condiscípulo Carlos Luís Morales del Castillo Toirac y yo coincidimos con él en una mesa de la sala de lectura de la Biblioteca Nacional José Martí. René, brillante, seguro de su condición de escritor, nos leyó o nos contó enseguida una tanda de historias familiares que nos pasmaron. Maravillaron a adolescentes que empezábamos a querer ser escritores como Hemingway. Claro que a René, el viejo alcohólico del Floridita no le decía ya nada. Volvimos a vernos allí otras veces, pero cuando él mostró su homosexualidad nos asustamos y dejamos de verlo. Además, nosotros estábamos prematuramente intoxicados de compromiso social y René cazaba ya en cotos mayores...

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