Sentía un poco de aprehensión a medida que el avión se acercaba a Dallas. Volver físicamente al pasado no había sido mi fuerte desde hacía mucho tiempo. Había aprendido muy bien, durante mi juventud temprana, que buscar solaz emocional en los espacios ya vividos era trasgredir, inútilmente, una regla mental defensiva que había establecido… ¡uf!… hacía años. Cada vez que había intentado regresar a un lugar significativo – aquellos lugares idos para siempre por una razón u otra – era como si… ¡zas, zas! …una mano omnipresente me sopapeara rudamente para traerme a la realidad presente; para hacerme ponderar mejor las cosas, evitándo así conflictos emocionales innecesarios.
Recuerdo bien cuándo, cómo y dónde aprendí esa lección. Al inicio de la década de los setenta, y tras perder motivación para entrenarme como “artista de la revolución” en la Escuela Nacional de Arte de Cubanacán, comencé a trabajar como asistente de diseñador gráfico en la entonces llamada COR (Comisión de Orientación Revolucionaria). Una institución de medianos recursos, pero ambiciosos objetivos, creada por el partido comunista cubano para generar propaganda de todo tipo. Entre ellas, alguna publicidad comercial socializada, pero sobre todo para crear campañas políticas y sociales afines a su proselitismo ideológico. La sede de esta institución, ubicada en la otrora opulenta mansión de un expatriado de la élite aristocrática depuesta, parecía contradecir la visión igualitaria de la nueva élite revolucrática que la había suplantado.
Aterricé el trabajo en la COR, a pesar de ser un neófito en la profesión y tener un "compromiso revolucionario" limitado, gracias a la gestión de un amigo bien conectado de la familia. Gustavo hizo uso de la herramienta política más efectiva creada por el cubano a través de nuestra historia política: el sociolismo. Fué en esa institución donde comencé a adquirir conocimientos básicos sobre las artes gráficas; y también, la concienciación del uso falaz de la propaganda para manipular a la sociedad con imágenes y palabras favorecedoras de una ideología cualquiera. En cuanto a la profesión de diseñador gráfico, desafortunadamente el aprendizaje no tuvo la profundidad que hubiese deseado. Ese período coincidió con el comienzo de un proceso tortuoso de cuestionamiento personal en cuanto a mi identidad sexual. Como ocurre a menudo en casos similares, la disfunción frustró temporalmente mi desarrollo profesional porque desvió mis energías hacia la tarea de sobrellevar la depresión.
Durante mis dos años en la COR, antes de salirme alertado de un inminente purgamiento de "inadecuados", conocí a varios excelentes diseñadores, ilustradores gráficos y fotógrafos. Destacaba entre ellos René Mederos, quien con un estilo artístico enfocado en la ilustración, era el más afín a mí gusto creativo. Mederos no era solamente un gran artista - cuya obra, de temas sociales, políticos e históricos propios al contexto cubano de esa época, era reproducida en diversos medios gráficos nacionales y extranjeros - sino que también era un gran conversacionista de visión aguda. Era, además, un ser gentil y humoroso que tomaba placer en compartir sus experiencias personales, como también los artificios del oficio que manejaba con excelencia. Para mí era un personaje importante; no sólo como aprendiz que aspiraba, aunque no convencido enteramente, a convertirme en diseñador gráfico, sino también por las vivencias que él obtenía cuando viajaba fuera del país. Cuando salía al exterior, Mederos ganaba conocimientos e informaciones inasequibles para el cubano regular, que luego transmitía al resto del grupo. Confiado como muchos de nosotros, y quizás tomando en cuenta la institución donde laborábamos, pienso que nos integraba ingenuamente en sus ilustraciones de caballerías mambisas al combate: jinetes valiosos que, a horcajadas en alazanes briosos, sabrían como manejar confidencias cuestionables.
Si alguien me preguntase qué título y cuál autor resumiría mi estado espiritual en ese período, mencionaría
La Confusión de los Sentimientos, del escritor judío austriaco
Stefan Zweig. En esa época, su lectura reciente me había afectado profundamente, y necesitaba más de ese caldo literario para tratar de sanar y liberar mi espíritu maltrecho. Estaba infatuado secretamente con un amigo llamado Héctor, a quien nunca tuve el valor de revelar mis sentimientos. En una de nuestras muchas conversaciones, Héctor sacó a colación una novela llamada
Demián, del escritor germano-suizo
Hermman Hesse, y me pidió ayuda para encontrarla. Una de esas tardes habaneras, calurosas e incitadoras a la ociosidad, un grupo de holgazanes fuimos hasta la mesa de trabajo de Mederos para escuchar alguna de sus muchas historias. De repente pregunté al grupo si alguien conocía el libro de Hesse. Nadie sabía, excepto Mederos, quien asintió levemente con la cabeza. Pero no hizo comentario alguno, sólo una mueca y un destello interrogante en sus ojos entrecerrados. Esto me intrigó e inquietó, pero desconociendo el tema del libro me atreví todavía a preguntar el por qué de esa mirada. Bueno, – dijo como por casualidad – porque es un libro conflictivo. ¿Conflictivo – repliqué nervioso y haciéndome el tonto – por qué? Porque su ideología es diversionista*, y además, porque es un libro muy buscado por los homosexuales. Pavor y silencio que parecío durar una eternidad. Sustracción corporal y espacial: como transportado al centro de la Plaza de la Revolución, donde la dirigencia preceptora del país, escudriñándome desde el pedestal de la estatua de Martí, estuviese lista para enjuiciarme. Tartamudeé levemente cuando me excuse de mi ignorancia, y le pedí que olvidara mi petición. Mederos sonrió condescendiente, y preocupado por la desazón que ocasionó su observación, me palmeó la espalda en gesto tranquilizante. Pero eso no lo detuvo para comenzar a relatarnos, quizás particularmente a mí como advertencia no muy encubierta, que uno de los países asiáticos visitados por él había sido China, salida recientemente del marasmo de la Revolución Cultural. Miembros de la delegación cubana, con la cual él viajaba en calidad de experto en medios gráficos de comunicación, inquirieron información de sus anfitriones acerca de los métodos usados por ellos para hacer frente a “el problema de los homosexuales”. Según Mederos, a los cubanos les fue narrada candorosamente el caso ejemplarizante de una razia en particular cometida contra los homosexuales. Un gran festival era celebrado anualmente en una ciudad importante. Era famoso, entre otras cosas, por el gran número de homosexuales que acudían a visitarlo. Una facción, en la alta jerarquía china, conocedora del "problema" a través de las autoridades locales, aprovechó el momento para ordenar una gran redada. Miles de personas fueron detenidas y maltratadas arbitrariamente por diferentes motivos. Decenas fueron ejecutadas sumariamente por ser, o tener la sospechar de ser, homosexuales. Los cuerpos fueron lanzados a un río que atravesaba la ciudad. A la vista de todos, los cadáveres flotando corriente abajo fueron un "magnífico mensaje educativo" para la población.
Al día siguiente de mi zozobra causada por el "libro diversionista”, Mederos me llamó para ofrecerme una copia de Demián. Sonriente, me dijo escuetamente: ¡ten cuidado… quédate con él! Nervioso, miré ambos lados de soslayo, para ocultar el ejemplar bajo un sobaco como si estuviera traficando un artículo ilegal. El ofrecimiento inesperado, y su advertencia, me turbó; no supe que decirle. Asentí silenciosamente; y me escabullí como el criminal que parte en busca de un recoveco donde disfrutar su botín.
Dado el grado de confusión emocional en que me encontraba en ese momento, la lectura del libro sirvió para abrirme a otra dimensión espíritual. Y para, usando una frase existencialista muy cliché, percibir luz al final del túnel. Eran ideas desconocidas por mí que iluminaron varios niveles de mi inexperiencia personal. Claro, tomando en cuenta que esa iluminación estaría condicionada por una cultura, ubicación geográfica y época muy diferentes. No obstante, el humanismo presente en Demian es de tal resonancia universal, en tiempo y espacio, que su mensaje puede ser identificado y asumido por cualquiera.
No comencé inmediatamente a leer el libro. Su llegada a mis manos coincidió con dos enamoramientos fallidos: un hombre inasequible y una mujer torbellino. El sinsabor en que había quedado, ya que ambas experiencias se anularon la una a la otra, me inspiró la idea de escapar momentáneamente hacia el estilo de vida simple, disfrutado ocasionalmente en mi infancia, de mi abuelo materno. Habían pasado unos siete años desde la última vez que había visitado ese sitio tan especial. Era un lugar idealizado, cuyas imágenes estilizadas en mi memoria creía conservar fielmente: cabalgar en el potrero atravesado por un riachuelo, cuya corriente de aguas frescas provenientes de las lomas era bordeada por una arboleda de guayabas cotorreras; las familias humildes y hospitalarias, esparcidas por los alrededores, compartiendo la comida sencilla pero abundante con el visitante inesperado; el exotismo de los Kubota, la familia japonesa reservada pero amable, y dueños del único almacén comercial del caserío; mi abuelo materno, a quien todos llamábamos Papá: fornido, sereno, parco de palabras, rudo y bondadoso a la vez, el cabello blanco desde siempre, con rosto amplio de cutis claro y terso a pesar de la edad y los años de trabajo al sol; y por último, el bohío donde residía con la segunda familia que constituyó, después que mi abuela huyera del primer hogar con algunos de los hijos e hijas, a principios de los años cuarenta, por razones que difieren según diversas versiones del drama.
La vivienda difería de la acostumbrada por cualquier residente urbano. El piso era de cemento y las paredes de tablones. El techo, de dos aguas, estaba construído artificiosamente con pencas de guano entretejidas. La planta de la casa formaba una "T", con la sala como centro y dos cuartos flanqueándola. En cada cuarto había dos ventanas, una al frente mirando hacia el camino real, y la otra a un costado; también tenían dos puertas, una comunicaba con la sala y la otra al exterior. Un portal techado, con planchas corrugadas de zinc, corría a todo lo largo de la fachada. En uno de su extremos, un columpio de madera de ácana, con dos bancos uno frente al otro, permitía que cuatro personas se mecieran confortablemente. Desde la sala, yendo hacia el fondo de la casa, primero estaba el comedor de puertas anchas a cada costado que comunicaban a los patios; y después venía la cocina, con dos ventanas pequeñas y otra puerta al exterior. En el centro, su mobiliario más destacado era una construcción rústica con cuatro hornillas de carbón donde abuelastra Luisa cocinaba maravillas.
Definitivamente, la edificación parecía tener vida propia, y por ese motivo la temía un poco. Pero mi disfrute de ella aminoraba ese temor: era fresca, iluminada y abierta. Convivía uno en ella, libre y naturalmente, con animales domésticos y humanos poco complicados pero muy amables. Estaba rodeada de árboles, arbustos, flores hermosas; entre ellas, combinaciones curiosas de rosas injertadas por Papá. Es cierto, había hendiduras en todas partes desde donde nos atisbaban alimañas de todo tipo: alacranes, ratones, ciempiés, majaes y, ocasionalmente, algún que otro fantasma güajiro del cementerio cercano. Sin embargo, ¡cómo me gustaba reencontrar este ambiente bucólico - y por ser ajeno - simple y tranquilo aparentemente!
BATEY EL JÍBARO, Provincia Granma. Este es el lugar donde aprendí que el Pasado ES lo Ido. En el cruce de los terraplenes, formando una X, estaba situada la tienda de los Kubota (la familia japonesa). Unos cien metros hacia el sureste de los terraplenes estaba el bohío de la segunda familia de mi abuelo materno: Papá, su esposa Luisa y los hijos Omar, Idalia y Miriam. El cuadrado moteado en blanco al noreste: el cementerio de los fantasmas güajiros.
Visitar El Jíbaro, primero desde Camagüey y luego desde La Habana, fue siempre una odisea incómoda y tediosa que podía durar todo un día... y a veces más. Llegar hasta ese lugar remoto era como viajar hacia atrás no solo en espacio sino también en tiempo. Incluso, existían rumores que la famosa teoría de la Relatividad había sido inspirada por este lugar - durante una breve visita de Einstein a su paso por Cuba - antes de saltar a los Estados Unidos huyendo del fascismo. Era necesario vencer diversas etapas - usando medios de comunicación cada vez más rudimentarios - para llegar hasta allí. Fue así como, para no aburrirme durante el forzado ociar en moviento, me dediqué a la lectura y reflexión del libro que Mederos me había entregado. El Demián - de mi interpretación - contenía explicaciones sobre lo que iba a experimentar mental y emocionalmente cuando llegase a mi lugar de destino. Era como si un facilitador me hubiese entregado una llave, un manual para ayudarme a cuestionar - y empezar a superar - mi escapismo y confusión.
En esta obra, Hesse resalta:
“nunca acudas al espacio físico vivido con el objetivo de alimentar la felicidad y el equilibrio que necesitas en el espacio presente”. Ese mundo de ilusión bucólica, tan apreciado por mi en el pasado, había desaparecido para bien y para mal. Según aprendí más tarde, paulatinamente más bien para lo último. Hasta ese lugar de vida natural y sencilla, cuyo nombre - Jíbaro - reflejaba bien su apartamiento geográfico y cultural de las elucubraciones ideológicas y políticas de élites gobernantes pasadas, había llegado también el deseo de cuestionar y destruir indiscriminadamente todo lo establecido; sin tomar en cuenta los peligros al acecho, ni la escasa capacidad - en todos los sentidos - para poder implementar cambios aspirados.
Si bien todo ese proceso de transformaciones ambientales - que percibí durante el viaje - eran realmente importantes, a partir de ahora ocuparían el trasfondo de mi realidad personal inmediata. Ahora, al frente de mis inquietudes estaría la iniciación de un proceso de aprendizaje que me ayudaría a ver mi realidad de un modo diferente; y a la búsqueda de esclarecimientos por cuenta propia.
Mi estancia en Dallas duraría cuatro días solamente. Tiempo suficiente para saludar algunos familiares y amigos, pero sobre todo para gestionar el envío de pertenencias dejadas por detrás cuando perdí mi trabajo de intérprete en Parkland Memorial Hospital (donde fue llevado John F. Kennedy después de ser baleado), y decidí partir hacia San Francisco a fines del 2005.
Con una economía pujante, y una élite extremadamente rica (en muchos casos sofisticada) con ínfulas de cosmopolitismo, Dallas está ubicada al norte de Texas, en medio de una gran pradera de pocas elevaciones menores y temperaturas extremas durante el verano. La topografía de este estado va fundamentalmente desde los terrenos semidesérticos del oeste, colindantes con Nuevo México, hasta los húmedos y pantanosos del este que colindan con Luisiana. Las aguas del golfo de México bañan la costa sur de Texas. En ella hay playas muy populares, con infraestructuras recreativas muy buenas; pero la baja temperatura y turbidez del agua, además de la poca calidad de sus arenas, las hacen inaceptables para el mimado bañista caribeño.
La ciudad no es únicamente reconocible por haber sido el set principal de una famosa telenovela, en la década de los años ochenta, llamada Dallas. Un melodrama cuyo argumento enfocaba básicamente los conflictos de una familia sureña y conservadora típica de la "ranchocracia" texana. Tampoco por haber sido el sitio escogido por Lee Harvey Oswald para asesinar a John F. Kennedy, presidente de los Estados Unidos, en noviembre de 1963. Un evento que provocaría más tarde una serie de teorías disparatadas que, tratando de explicar lo ocurrido, tratarían de vincular poderes tan disímiles como la Mafia, la CIA y hasta Fidel Castro.
Desde hace varias décadas, por encima de su historia enrevesada, Dallas se ha convertido en uno de los centros económicos y bancarios más importantes y estables de los Estados Unidos. Junto a Houston, Dallas posee una enorme influencia en los rejuegos y enfrentamientos políticos entre republicanos y demócratas. Inclusive, en los enfrentamientos de las diferentes facciones dentro de cada partido político contendiente que, chocando entre ellas, tratan de predominar en el dictamen de las estrategias partidistas a seguir para guiar los asuntos de la vida nacional a todos los niveles.
No disfruté mis últimos años en Dallas. Sin embargo, al principio de mi estadía sentí afinidad hacia Texas, y particularmente hacia su modernidad y pujanza urbana. Creo que esto se debió a mi deseo por arraigarme de alguna manera en Norteamérica. Y especulo que asocié la geografía y cultura vaquera tejana con algunas peculiaridades territoriales y de la economía agraria-ganadera de Camagüey, mi lugar de nacimiento. Por supuesto, sin ignorar la sustancial diferencia de desarrollo económico y social que tienen ambas sociedades. Ni los diferentes aspectos que matizan la realidad cubana en contraposición con anglosajona.
Dallas es el pasado, y por lo tanto ES lo ido también. Está experiencia está colocada ahora en uno de los entrepaños del EVP (Estante Virtual del Pasado) que construí hace algunos años. La idea me la sugirió un psicoanalista frustrado de oírme gimotear sobre cosas que me habían ocurrido. ¡Ah… olvídate del pasado y vive el presente!, se le escapó. Molesto y dolido a causa de su insensibilidad, argumenté que me era imposible olvidar el pasado. Me dió la razón y se disculpó. Fue entonces cuando me dijo que creara en mi mente un estante virtual. Allí podría colocar y catalogar, visitar o ignorar, todo lo que emocionalmente me fuese imposible eludir. De ese modo, con más control, podría evitar que ellos interfirieran constantemente en mi diario bregar.
No quise regresar a San Francisco sin antes visitar el Distrito de Arte y tomar algunas fotos. Este complejo cultural es un proyecto en proceso de compleción. Había edificaciones inauguradas recientemente que quería visitar. Quedé muy impresionado con lo que pude ver, y con lo que aprendí está por venir en un futuro cercano. Entre ellas, dos puentes del arquitecto español Santiago Calatrava.
En particular, me gustó mucho el teatro Dee and Charles Wyly. Desde lejos, inicialmente creía estar viendo una gigantesca lata de galletas de soda. Pero a medida que me acercaba, su arquitectura me cautivó.
La entrada principal no está a nivel de la calle, sino al final de rampas que conducen a un nivel inferior. Una de esas rampas zigzaguea entre flores y plantas nativas de Texas. Las paredes del edificio - en toda su extensión - tienen empotrados tubos de aluminio pulido. Estos tubos están interrumpidos en algunos lugares, creando texturas, ventanales u otros diseños. Un costado de la construcción soporta elevadores y otros elementos funcionales. Los primeros pisos, en tres costados, están cubiertos con paneles de cristal tintado. Detrás de éstos hay lo que asemeja un cortinaje ondulado de colores metálicos. A medida que el observador se acerca, descubre que este "cortinaje" es sólo una ilusión óptica. En el interior, contra los cristales, lo que hay en realidad son enormes paneles textiles que cuelgan de arriba a abajo. Estos paneles tienen estampados geométricos, en diversas tonalidades de blancos, grises y negros, que crean un efecto de puntillismo impresionista. Es la colocación armoniosa de todos esos elementos lo que da el efecto, para quien observa desde cierta distancia, de estar mirando cortinajes ondulados. El conjuno arquitectónico en general es un regalo visual. Hay una sorpresa final que no pude disfrutar en ese momento. Al finalizar la función, como si fuese un cortinaje real, los paneles textiles son levantados simultáneamente en tres fachadas. El propósito es que el espectador curioso en el exterior pueda ver el interior iluminado del teatro, al público aplaudiendo desde sus butacas o marchándose de la sala, y los actores cerrando el espectáculo con sus reverencias.