Xiomara trabajaba - como profesora de Historia del Arte - en un instituto formador de profesionales del Banco Nacional de Cuba. Esa institución era considerada estratégica para la economía, de ahí que se argullera que tenía que cumplir trámites especiales para salir del país. Debía solicitar y obtener un documento que constara su renuncia al puesto de trabajo. Cuando trató de cumplir con ese requisito, la administración y las organizaciones políticas y sociales del lugar (bajo la orientación del gobierno nacional) manipularon a sus compañeros de trabajo y a sus estudiantes para que la asaltaran en el vestíbulo del edificio. Este fue un tipo de acción (llamado "actos de repudio") que se llevó a cabo múltiples veces a través de toda Cuba. Con ello se pretendía no sólo agredir física y moralmene al "traidor", sino también desalentar y atemorizar al observador de los eventos.
Mi hermana pudo escapar la agresión gracias a su rápida reacción. Aterrorizada, corrió muchas cuadras desde La Habana Vieja - lugar donde radicaba su centro de trabajo - hasta su pequeño apartamento en Centro Habana. Creyó encontrar allí refugio, pero minutos después de arribar llegaron varios camiones cargados con los anteriores atacantes. Estos gritaban insultos y golpeaban la puerta amenazando con derribarla. Apedrearon la fachada del inmueble hasta romper los cristales de la ventana. La agresión duró nueve horas consecutivas. Por último, colgaron un cartel enorme sobre la puerta del apartament donde se leía
¡AQUÍ VIVE UNA TRAIDORA! Fueron dadas órdenes estrictas que prohibían su desmantelamiento.
Mi padre y yo acudimos a un alto oficial del gobierno - vecino de la familia - para que garantizara la seguridad de mi hermana. Éste aconsejó que tanto mi padre, como mi madre y yo, debíamos renunciar públicamente a cualquier asociación con ella. Esto, según él, si no queríamos vernos afectados negativamente en lo adelante. A mi padre - siendo el único proveedor en ese momento - le aconsejó que fuese ante sus jefes y la renegara si quería seguir empleado.
Mi hermana fue advertida de que debía regresar nuevamente a su centro de trabajo. Tenía que regresar allí a recoger un documento oficial que atestara su baja laboral. Aterrada, había huido del lugar sin completar ese paso. Por supuesto, la angustia y el pánico la embargó nuevamente. La situación en que la colocaban era un dilema. De no acudir podía perder la posibilidad de salir del país, ahora que su futuro profesional estaba cerrado. Si lo hacía, podría enfrentar otra tanda de abusos de consecuencias imprevisibles. Sabíamos que algunas personas habían muerto a causa de violencia descontrolada ejercida contra ellas. Víctimas de los nefastos “actos de repudio” fomentados por el gobierno para castigar a “desertores” e intimidar a posibles imitadores.
Ese fue el momento cuando, al decidir apoyar a mi hermana, mi destino fue también sellado. El miedo a fuerzas desconocidas impulsa a encontrar ayuda más allá de nosotros mismos. Buscamos consejería mental con una psiquiatra conocida; sin ser religiosos ni saber como orar, fuimos a la Catedral de La Habana para que Dios intercediera por nosotros; nos tiramos las cartas del Tarot, para adivinar el futuro y prever los peligro; practicamos la sílaba Om, de la cultura oriental, para mantenernos concentrados en nosotros mismos y evitar que la ofuscación exterior nos desorientara; y, finalmente, para atar todos los cabos de protección inimaginables, sin ser practicantes acudimos a un santero para buscar la protección de la deidad adecuada a la situación. En esta última gestión, seguimos los rituales aconsejados: rompimos cuatro huevos con los nombres de nuestros enemigos escritos sobre ellos. Por si acaso, como estábamos dudosos de quienes eran éstos realmente, apuntamos nuestro "maleficio" hacia las esferas más altas. Los huevos fueron estrellados, uno a uno, en las esquinas de cuatro calles adyacentes al Palacio de la Revolución. Debíamos estar seguro que la hechicería le llegara a sus destinatarios. Como en la película cubana Lucía, de Humberto Solas:
¡Perro maldito al Infierno!
Hoy en día, desde la seguridad y certeza otorgada por extranjeros generosos y la madurez proporcionada por el tiempo transcurrido, todo esto parece inverosímil. No puedo afirmar que todas las "gestiones" que hicimos hayan funcionado realmente. Pero lo que sí hicieron fue condicionarnos mentalmente a resistir y vencer lo que nos vendría encima después; cuando cayéramos en la segunda fase de la trampa, concebida por una dirigencia paranoica y desesperada, como respuesta al caos político y social que ella misma desencadenó.
La mañana era soleada y fresca cuando decidimos ir de vuelta a buscar el documento de renuncia laboral requerido por las autoridades de emigración. La noche anterior habíamos ensayado un último ardid. Consistía en un pequeña representación teatral que ambos fingiríamos en caso de ser agredidos. En nuestro estado de insanidad momentánea, creíamos que podría dar resultado: mi hermana fingiría desmayarse frente a la multitud; y ésta, al ver que la cargaba, y sin posibilidad de infringirle dolor por estar inconsciente, perdería interés y nos dejarían solos. Según nuestro "razonamiento" shakespereano, inspirado por el surrealismo de los eventos en el país, nuestros agresores estarían ante la siguiente disyuntiva dramática: "¿Golpear o no golpear? Esa es la pregunta". Calculamos que si la víctima de la agresión no sentía, pues la violencia no tendría sentido. Ingeniosos, o locos, ¿verdad?
No había nadie en el vestíbulo cuando entramos al edificio para recoger el documento oficial de renuncia laboral. Estábamos nerviosos y recelosos, pero suspiramos con alivio. Ahora bien, cuando salimos nuevamente a la calle una multitud vociferante había sido orquestada allí. Nos estaban esperando para representarle a la "traidora" su segundo “acto de repudio”.
Asustados, vacilamos unos segundos antes de bajar resueltos los escalones a la entrada del edificio. Obispo, una calle empedrada y estrecha de La Habana Vieja, no tiene mucho espacio para un grupo largo de personas. Cogidos de las manos, empezamos a caminar por el medio de la vía. El griterío y los insultos nos perturbaban, lo cual era precisamente el objetivo. Al ver a mi hermana que bajaba su cabeza avergonzada, le dije casi a gritos – No hagas eso, Xiomara, levántala. Mira hacia adelante todo el tiempo, y recita OM continuamente concentrándote en la frente como ensayamos.
Mis recuerdos de lo ocurrido en lo adelante son desordenados. Imágenes entrecortadas y caóticas, planos moviéndose alternativamente hacia delante y hacia detrás. Todo como en un túnel iluminado difusamente, con un trasfondo sonoro perturbador, y por donde caminábamos mecánicamente moviendo nuestras extremidades como robots. Rodeados por un collage de rostros descompuestos por el odio y la ignorancia, y de los cuales brotaban amenazadoras invectivas y ocasionales escupitajos. Exactamente como si nos hubiésemos metido adentro de un cuadro de la pintora expresionista cubana
ANTONIA EIRIZ (Ñica): lleno de figuras monstruosas y opresivas.
La agresión no duró mucho, quizás porque la lección de humillación y derrota de los traidores, ofrecida como espectáculo y entrenamiento a los adolecentes, no cuajó como pretendían. Aunque pudo haber sido también porque se creyó haber obtenido el efecto traumatizante deseado. Dos o tres cuadras más adelante todo cesó repentinamente. Los organizadores detuvieron en seco a los manifestantes, haciéndose la luz de nuevo. Tal como en esas tormentas tropicales en la campiña, que cesan en un instante, y ofrecen una visión diamantina al reflejarse el sol en las diminutas gotas de agua cubriéndolo todo. La sensación fue, en ese momento, como el traspaso desde el mundo caótico del viviente, hacia la extraña tranquilidad experimentada, según los especuladores místicos, por quienes dejan de existir físicamente. Quizás ese era uno de las principales mensajes enviados: ustedes no existen más de ahora en adelante.
Mi hermana quiso correr, pero la contuve inmediatamente. Recordé una advertencia dada en la niñez: al perro no se le demuestra miedo, porque muerde entonces. A paso rápido, seguimos por Amargura hasta desembocar en la calle Oficios. Creímos, equivocadamente, habernos librado de problemas. En la esquina suroeste de una pequeña plaza en esa intersección, cerca del Ministerio de la Minería, donde trabajé en su taller de artes gráficas años atrás, un grupo de individuos comenzó a señalarnos y a gritar – ¡Allí están la escorias! – mientras avanzaban hacia nosotros. En ese momento crucial, hizo su aparición un Ángel de la Guarda en la forma de un taxi Chevy argentino, muy popular en esa época pero casi imposible de botear. ¡Si lograbas que parara, siempre iba en dirección opuesta a la solicitada! – ¡Aleluya, milagro! – el chofer paró y nos preguntó adónde íbamos. – ¡Adonde sea! – gritamos al unísono, mirando de soslayo a la jauría que ya corría hacia nosotros. Al ver la expresión en nuestros rostros, y mirar hacia la algarabía que se aproximaba, el chofer se percató de la situación y nos ordenó entrar en el vehículo. Y con chirrido de ruedas, y golpeadura de puertas, como en cualquiera de esos filmes de Matt Damon, salimos de allí como un bólido.
Pasaron más de tres años antes de que Xiomara y el niño pudieran salir. Mi salida ocurrió nueve meses después de la de ellos, siguiendo sus mismos pasos alucinantes. Podemos decir que tuvimos suerte. Nuestra espera fue relativamente corta, y al menos no vivimos los horrores que relata Rogelio, como miles de otros casos desconocidos, en las aguas del Estrecho de la Florida.
Aunque no tan terrible, pues hubo hasta ciertos breves “lujos”, no por ello dejó de ser una experiencia desgarradora. Mi hermana, sin sospechar los peligros en lo absoluto, vivió primeramente la experiencia con su niño de cuatro años. Yo seguí el mismo camino nueve meses después, también ignorando los detalles por falta de comunicación. Un tío, fallecido ya, pudo conectarse con quien estableció los vínculos y facilitó los trámites necesarios para nuestro paso hacia los Estados Unidos. Cómo lo hizo, nunca le pregunté ni quise saber.
Salí de Cuba, hacia Ciudad de Panamá, en un avión de la línea aérea española Iberia el 15 de diciembre de 1983. Llevaba en mi poder un pasaporte oficial cubano, con una visa de turista para visitar a Panamá durante un mes. ¡Quién podía darse ese lujo en Cuba en aquel entonces, ni tampoco ahora! Sin embargo, si usted se fija bien en las páginas de Visas, de mi pasaporte cubano viejo (haga clic en ellas para ver imágenes más grandes y detalladas), debajo del cuño cuadrado de visado turístico, de la embajada panameña, se puede leer claramente: Autorizado por G.E.M. Exento Pasaje Regreso. No regreso de mi parte estaba claramente contemplado cuando fue expedido. El régimen de Noriega había comenzado ese año, y mi estancia en la capital panameña, entre paréntesis una ciudad hermosa y moderna para una pequeña nación, transcurrió tranquilamente.
Disfruté por primera vez, a cuenta gotas pues la manutención enviada desde los Estados Unidos por mis familiares era lógicamente escasa, de las bonanzas capitalistas permisibles para el pudiente, y que para mí era prácticamente desconocidas (tenía nueve años cuando la revolución triunfo). En ese entonces, Panamá atravesaba un período económico próspero, de estabilidad social, y de una relativa tolerancia política también desconocida para mí. Visité diferentes lugares de interés, entre ellos la Isla Taboga, o de las Flores, a unos veinte kilómetros de la capital en el golfo del mismo nombre; el Canal de Panamá, donde observé el cruce del trasatlántico Queen Elizabeth 2, de gira por el globo en su travesía conocida como 80 Días Alrededor del Mundo; y también fui a rendirle tributo a Carlos J. Finlay, el famoso doctor camagüeyano de ascendencia escocesa y francesa, en su monumento en un parque cercano a la zona del canal.
El ánimo entre muchos de los cubanos residiendo en la capital panameña, bastante numerosos por cierto, era de una incertidumbre rayana en la histeria. Nadie sabía verdaderamente cómo, ni cuándo, iba a salir de aquel bonito, pero caliente y húmedo aislado terrario tropical. Intrigas reales, o imaginarias; rencillas interpersonales por los más nimios motivos; y rumores de radio bemba coloreaban el tedio cotidiano de la espera. Alguien, varado allí largo tiempo por carecer de dinero para continuar la odisea hacia el Norte, y al tanto de las noticias ficticias o reales del cubaneo local, me sugirió rescatar mi pasaporte de las oficinas de migración panameñas. Era un procedimiento común que este documento le fuese retirado a todo cubano, por las autoridades de aduana locales, cuando llegaba al aeropuerto en circunstancias similares a la mía. – ¿Y eso por qué? –, pregunté ingenuamente, mientras me devolvían una mirada expresiva, junto con un gesto de la cabeza, indicando mi idiotez – Pues, porque, ¿quién sabe cómo van a utilizarlo usando tu cara y tu nombre? – me contestó en son de burla. Mientras ponía, como niño malcriado, boca de puchero y ojos saltones de sapo. – ¿Eh? – Aquella respuesta me inició, por primera vez, en la neurosis colectiva que vive el exiliado; el cual había creído dejar atrás, en la isla, la intriga y el complejo de persecución. – Pero no te preocupes – continúo el informante ducho – yo sé lo que debes hacer. Vete a la embajada cubana, pídeles la forma tal con el pretexto de que quieres registrarte con ellos. Ése es un procedimiento diplomático estándar. Cuando estás de visita en otro país, de ese modo hay constancia de tu presencia en el territorio; eso, en caso de que te suceda algo y necesites representación. Con esa forma oficial cubana, te presentas en la oficina de migración panameña. Allí entregas el documento, y dices que necesitas el pasaporte para registrarte en tu embajada. Te lo van a dar con recelo, por supuesto, y te van a exigir que lo devuelvas cuanto antes. No lo hagas, no te van a salir a buscar; además, no saben dónde vives. ¡Desaparécete! – Eso fue lo que hice, precisamente, con tremenda sangre fría.
Las semanas transcurrieron sin eventos sobresalientes. Salvo un incidente generado por la codicia de mis primeros anfitriones, que me obligó a buscar alojamiento con otra familia. Me dediqué a explorar, limitadamente, la ciudad y sus alrededores. Visité el Canal de Panamá, en ocasión del pasaje por allí del transatlántico Queen Elizabeth 2, en su travesía nombrada “80 Días Alrededor del Mundo”, como la novela de Julio Verne. Fui a un parque cercano al canal donde hay un monumento dedicado al científico camagüeyano, de ascendencia franco-escocesa, Carlos J. Finlay. En un ferry, viajé hasta la cercana Isla de Taboga, o Isla de las Flores, en el Golfo de Panamá; de increíble belleza natural, y no muy explotada comercialmente en ese entonces.
En aquella época busque apoyo espiritual en conocimientos esotéricos. Esto se debió - quizás- a falta de tradición religiosa en el ámbito de la familia. Pero sobre todo a la ausencia de educación religiosa - y hasta condenación de cualquier tipo de afiliación a ella - en el ámbito nacional. Durante las primeras décadas de la Revolución, la "Verdad" fue dictaminada por patriarcas en el poder - supuestamente marxistas - cuya ideología ateísta no toleraba ningún tipo de competencia. Pero como los humanos, de una manera u otra, necesitamos de pensamiento mágico para explicar los misterios de la realidad que no entendemos, pues yo encontré en el tarot y la astrología una fuente para dilucidar misterios y apoyarme espiritualmente. Además, en un plano más práctico, también encontraba inspiración en la solución de problemas inmediatos. No ser "hereje", como es interpretado por el religioso cabal, no era una opción para mí. Tampoco lo era para muchos cubanos adoctrinados, o forzados a aceptar el credo oficial para poder sobrevivir. Sobre todo cuando, al sopesar los resultados del idealismo religioso con los del materialismo ideológico aplicados a la realidad, el producto final es casi el mismo: vacuidad, subjetivismo e incertidumbre.
Cartomancia y astrología propiciaron mi acercamiento a un personaje muy peculiar en el mundo de los cubanos establecidos en Panamá. Era una cubana simpática y alocada; cuyo nombre, probablemente falso, he olvidado. Tenía un automóvil automático que manejaba utilizando ambos pies, por lo cual viajar con ella era como ir de pasajero, cruzando senderos pedregosos en las llanuras de Arizona, en una diligencia de Wells Fargo. Se franqueó conmigo, demasiado diría yo, porque se interesó en mis habilidades cartománticas; y posiblemente, también, debido a su soledad y la necesidad que tenía de aventar sus infortunios con alguien que le inspirase confianza. Estaba deseosa de saber si en verdad podría marcharse hacia los Estados Unidos; ya que, según alegaba, estaba forzada a permanecer allí hasta que la seguridad cubana lo considerase pertinente. Me contó, para mi alarma por ser una información peligrosa de estar al tanto, que tenía un hermano preso en Cuba, y su situación dependería del cumplimiento, por parte de ella, de una misión. Ésta consistía de servir de enlace entre los cubanos estacionados en Panamá, sus familiares costeando los trámites para el traspaso, y los traficantes internacionales a cargo de la parte operativa del tráfico ilegal de refugiados. Según ella, en ese momento, eran dos uruguayos que por su apariencia física parecían de procedencia sajona. En su locuacidad, me llegó a confesar que tenía una relación amorosa con uno de ellos. Quería saber si sus intenciones eran sinceras. – ¡No! – sentenció el Tarot, y se lo dije. – ¡Ya lo sabía! – suspiró decepcionada y con resignación.
Cómo iba a salir de Ciudad Panamá no lo supe hasta el último momento, cuando nos llevaron al aeropuerto internacional capitalino. Mi primer intento de salida fue fallido, porque el dinero cubriendo el costo del viaje no estaba completo. Me ordenaron quedarme sentado en la sala de espera de la terminal durante un rato, para no levantar sospechas, y después regresar a la ciudad. Sintiéndome confundido por el abandono, tuve que observar como el resto del grupo abordaba el avión, mientras sus integrantes me miraban de soslayo, al pasar por mi lado, con expresiones interrogantes en el rostro. El regreso al sitio de mi estadía causó una pequeña confrontación. Bienes personales dejados atrás habían sido confiscados prematuramente: principalmente, la ropa de cama y el colchón donde dormía en el suelo de un rincón de la sala. La hija mayor de la mujer que me alquilaba el espacio, uno de esos casos de cubanos varados tratando de supervivir durante la espera, no quería oír razones. Había perdido el derecho a mi colchón, y mi espacio en la sala, una vez que había salido de la casa; para ella, yo era un espejismo que estaba perturbando sus nuevos planes de trapicheo.
Finalmente llegó el día de la partida. El nuevo grupo de “turistas”, al igual que el primero, tenía una composición variada. Había mujeres, hombres, y niños de diversas edades: desde infantes en brazos, hasta ancianos sosteniéndose con bastones. Momentos antes de dirigirnos a la puerta de salida, nuestro “guía” nos sermoneó por enésima vez: – Hablen lo necesario; y si lo hacen, en voz baja. No necesitamos que los detecten por el acento. Recuerden, son turistas costarricenses en tránsito hacia Ciudad México – y nos entregó pasaportes ticos. Sentado en la nave aérea, comencé a hojear las páginas del mío. Resulta que mi identidad ficticia era la de un profesor de matemáticas en una ciudad desconocida de Costa Rica. El rostro del individuo en la foto no se asemejaba al mío en lo más mínimo. Un indicativo de la laxitud con que estos documentos eran chequeados ($) por las autoridades aduaneras competentes. A mi mente vino el sabio consejo del informante, y el rescate atrevido de mi pasaporte de manos del funcionario corrupto que planeaba obtener ganancias de él.
Desde el cielo nocturno, el espectáculo lumínico de la capital mexicana era fabuloso. Mientras la nave aérea revoloteaba sobre la ciudad, tratando de posicionarse correctamente para aterrizar, parecía que iba a hacerlo en un gigantesco tazón iluminado completamente hasta los bordes. El edificio de la terminal aérea estaba casi vacío y poco iluminado. Casi porque, mientras caminábamos en silencio por sus corredores, el único personal visible consistía de uniformados colocados a ambos lados de nuestro recorrido. No sé si para resguardarnos de algún peligro, o para evitar cualquier esprintar alocado de algún miembro del grupo afectado por el mal de altura de Tenochtitlán.
Afuera del edificio aguardaban buses turísticos que nos conducirían a un hotel en el centro de la ciudad. Todos estos pasos eran desconocidos por nosotros. Cada uno de ellos nos tomaba por sorpresa; y reafirmaban la idea de cuan vasta era la complicidad, el grado de impunidad y seguridad, y la organización que le daban a esta operación un carácter casi oficial. Sentado en el centro del autobús, y agotado por la larga jornada y la tensión nerviosa, acomodé la cabeza en una almohadilla que había colocado contra el cristal de la ventanilla. Afuera, al lado del vehículo, justo debajo de mí, con el rabillo del ojo aunque sin sonido, presencié un animado diálogo entre uno de nuestros guías y un oficial de una rama uniformada mexicana desconocida. Al final de un fuerte apretón de manos, un fajo de billetes grueso pasó rápidamente de manos; sellando la conversación y enviando cada cual por su camino.
El hotel adonde fuimos trasladados era magnífico. Al menos para mí lo era, acostumbrado, como muchos habaneros, a respirar sólo ocasionalmente los olores exóticos y extranjerizantes del lobby del Habana Libre. Durante los tres primeros días nos permitieron salir y movernos libremente. Me dediqué a caminar y explorar algunos lugares de interés: la Plaza del Zócalo y la Catedral Metropolitana, con sus enormes lámparas colgantes inclinadas hacia el altar, en la nave principal, a causa del hundimiento de los cimientos del edificio; el interior y los alrededores del hermoso Palacio de Bellas Artes; la colorida Zona Rosa en la Colonia Juárez, en el centro, con sus boutiques chic, restaurantes de toda clase, y artistas de todo tipo actuando, cantando, pintando; en fin, haciendo cualquier cosa para atraer la atención, divertir y vender. Caminando por el Paseo de la Reforma vi, por primera vez, cantidad infinita de come-candelas en cada semáforo a mi paso; el literal, colocando estacas llameantes en el interior de su boca, para sustentarse deglutiendo fuego y humo; y el metafórico, haciendo cabriolas sobre zancos de alturas imposibles, o limpiando parabrisas de carros que no merecían el esfuerzo, o vendiendo pirulís de colorines sospechosos, etc. Observando el entorno mientras avanzaba hacia el Parque de Chapultepec, hasta donde llegué para visitar algunos de sus majestuosos museos, la curiosidad me picó – ¿Cómo sería la vida de los come-candelas, bajo la soberanía de Moctezuma, en un Tenochtitlán con una vía central similar al Paseo de la Reforma ?
El momento culminante de nuestra Odisea, regida por astutos terrenales y no por dioses mitológicos, llegó al cuarto día. Fuimos convocados al vestíbulo con la instrucción precisa de llevar solamente un pequeño equipaje. Se nos recordó mantenernos callados, y no apartarnos del grupo. Con precisión casi militar, abordamos los vehículos que nos llevarían nuevamente al aeropuerto. En esta ocasión, el vuelo local era hasta la ciudad de Reynosa, fronteriza con los Estados Unidos. Aterrizamos allí al mediodía, y las únicas impresiones que me dejó el sitio fueron el de ser un lugar descolorido y muy pobre; así como las miradas inquisitivas y recelosas de los nativos que aguardaban su vuelo.
Las condiciones de viaje comenzaron a degradarse a partir de ese momento. Los “guías” de ahora no tenían el porte, ni las maneras anteriores. Eran los llamados coyotes; y como bien indicaba el nombre, desde un principio desplegaron una rudeza de comportamiento que pegaba muy bien con sus aspectos físicos deplorables y amenazantes.
Apurruñados en cinco automóviles, con carrocerías descoloridas y asientos maltrechos, fuimos conducidos, dando tumbos, por caminos llenos de baches; bordeados de escasos árboles moribundos a causa del peso de capas sobre capas del polvo asfixiante del terreno. De vez en cuando, se veía alguna que otra casucha en tan malas condiciones como el resto del entorno. Como esas de aspecto fantasmal de los filmes de temática medieval, por donde ha pasado la plaga, y que ni tan siquiera parecían albergar almas en pena. ¡Cuánta desolación y pobreza en esa zona fronteriza! Debió haber vivido tiempos mejores en el pasado; antes que los conflictos traídos por el tráfico ilegal de drogas, armas, y gente desesperada por cambiar el destino la convirtiera en tierra de nadie!
Finalmente, llegamos a un rancho no tan escuálido como los otros. Quizás, consecuencia de las ventajas derivadas de su función mediadora en el cruce de ilegales. Aunque, tampoco se veía a nadie por los alrededores. El mensaje era claro, pareciera como si nadie quisiese ( o lo dejasen) ser testigo de nada. Atravesamos lentamente la propiedad hasta un paraje solitario, donde ninguna construcción era visible; y después de hacernos esperar un rato, descendimos de los automóviles.
El curso del Río Grande tiene un cauce muy quebrado. La cualidad topográfica del terreno hace que fluya sinuosamente. Esto no ha pasado desapercibido para los profesionales del tráfico humano. El cruce ocurrió a plena luz del día, en un recodo del río que hacía imposible que fuésemos detectados desde ángulo alguno. Afortunadamente, no había llovido en varios días, por lo cual fango no fue un problema; esto hizo que el río estuviese bajo y corriera quietamente también.
El pequeño bote metálico, que nos transportaría al otro lado, hizo repetidamente la travesía de una orilla a otra. Tan abarrotado iba en cada viaje que, cuando me toco mi turno, noté con horror como el peso de la gente traía el agua a solo tres dedos de los bordes de la pequeña embarcación. Mi ropa había quedado casi toda en el hotel de Ciudad México. Eso sí, diez vinilos con mi música cubana preferida, entre ellos uno de Bola de Nieve, sentí la obligación de arrastrarlos hasta los Estados Unidos. Ellos casi ocasionaron que perdiera la vida en el último momento. Una vez en la otra orilla, al momento de empezar a desembarcar, me incorporé e hice un movimiento brusco para lanzar a tierra el maletín conteniendo los discos. Había olvidado una ley física básica: a una fuerza aplicada siempre le corresponde una reacción con la misma intensidad. El gesto súbito provocó mi desbalance, y el de la pequeña embarcación todavía con gente, que por poco se vuelca. El coyote principal me lanzó una mirada fulminante, al mismo tiempo que gritaba – ¡Estúpido, casi vuelcas el bote! ¡Nunca me he tenido un accidente! – El miedo me congeló en el lugar, ayudando a detener el bamboleo. Detrás de mí, otro coyote me susurró al oído – Cállate la boca, porque no hay nada que le impida que te mate frescamente – consejo que seguí sumisamente.
Silenciosos a pesar de la solitud del lugar, y agachapados en la maleza de la orilla estadounidense, tuvimos que esperar tres horas más para poder continuar viaje. Los coyotes, legales ellos mismos, tenían que regresar al lado mexicano, manejar los vehículos a través de un puesto fronterizo, y recogernos en otra propiedad fronteriza seguramente cómplice de este tipo de actividades. Estaba oscureciendo cuando, por fin, llegaron hasta nosotros. Inmediatamente, comenzaron a azuzarnos para que corriéramos hacia los vehículos parqueados en la distancia. El instinto de supervivencia nos juega trucos que ponen a prueba la nobleza de nuestra humanidad. Así, después de correr inicialmente a toda velocidad, me encontré a mí mismo parado súbitamente en medio del terreno, mirando hacia atrás al percatarme que ancianos, mujeres con niños y discapacitados, trataban de avanzar con mucha dificultad. Dividido entre la urgencia, primaria y egoísta de resolver mi problema, y el de socorrer al necesitado de ayuda, finalmente altruismo se impuso cuando asistí a una mujer cargando un niño y arrastrando otro.
Viajamos apretujados, en caravana esparcida, por una carretera hacia la pequeña ciudad texana de McAllen; agachándonos, ocasionalmente, al paso de vehículos policiales o patrullas fronterizas. No había ánimo, ni relajamiento suficiente, como para disfrutar de la placentera prosperidad y limpieza del nuevo ambiente. Dos hora más tarde, nos detuvimos en el parqueo de un motel en las afueras de ese pueblo. En una zona penumbrosa, del mal iluminado establecimiento, un grupo de individuos, a la expectativa, se abalanzó hacia los recién llegados con algarabía típica cubana. Una figura oscurecida por las sombras, pero reconocible, se definió cada vez más mientras se acercaba. Después de fundirnos en un abrazo afectivo por unos segundos, mi tío dijo sonriente pero tajante – ¡Vámonos de aquí pal’ carajo, rápido! Con esta escandalera, se van a dar cuenta y nos van a agarrar a todos – Y nos alejamos del sitio sin despedirnos, para disolvernos quietamente en la noche.
Hago pública esta historia personal porque, aparte de encajar bien en cuanto al rostro individual que Yoyi quiere darle, en su proyecto Luchando por un Sueño, al drama vivido por miles de cubanos en busca de un cambio personal, ella sirve también para iluminar uno de los aspectos más sórdidos de la famosa Batalla de las Ideas: la explotación bochornosa de esas aspiraciones individuales por medio del tráfico ilegal de refugiados; el uso de una política maquiavélica (¡el fin justifica los medios!) que propicia y alienta la criminalidad, que pone seriamente en peligro la vida de seres humanos, y que provoca hasta la muerte de muchos de ellos. Estas tácticas no fueron inventadas por los cubanos. Es un problema endémico en muchos países, y en muchas regiones del mundo; que, por una combinación de factores, envuelve entidades criminales internacionales y gobiernos corruptos que hacen provecho de estas actividades para resolver, o más bien, esquivar, los múltiples problemas de carácter político, económico y social que los aqueja. Es una actividad delictiva donde se aparean los intereses criminales a nivel mundial, con los de entidades gubernamentales, o facciones amorales dentro de ellas (para no generalizar gratuitamente, y dar algún margen de crédito a los sectores honestos), con el fin de lucrar los primeros, como en cualquier otra actividad mercantil; y los segundos, aparte de lucrar también, para cubrir designios más indirectos y subjetivos. Es decir, estados y/o gobiernos que no quieren, o no pueden, funcionar cívicamente; y que propician el tráfico de refugiados con el fin de utilizar ese mecanismo como válvula de escape para deshacerse de presiones sociales internas surgidas a causa de sus inhabilidades para gobernar y administrar de un modo realista y eficiente. O como una fuente indirecta de obtención de ingresos que, provenientes de quienes organizan directamente las operaciones criminales, suplementen las desajustadas y empobrecidas economías nacionales, y/o los bolsillos particulares de “ovejas descarriadas”. O como un medio de percibir un influjo estable de divisas, como una inversión a largo plazo no tan indecorosa esta vez, de parte de los traficados; quienes más tarde, nostálgicos y atormentados por las condiciones deplorables de vida de familiares dejados atrás, envían remesas periódicas al país nativo. O como una vía más para infiltrar quienquiera sea necesario para espiar los “devaneos” de la oposición en el exterior. Debe haber más - debajo de este oportunismo amoral de la emigración - acerca de esta mentalidad política de timbiriche practicada por expertos en soluciones improvisadas guerrilleras, de estos demagogos hábiles que utilizan el humo y los espejos para engañar a los incautos.
Aunque seamos un país pequeño y pobre, no tiene necesariamente que ser así. No es debido a que nuestro vino sea de plátano. Más bien habla mucho acerca de la mentalidad de quienes propician estas prácticas; o se convierten en cómplices de ellas cuando ignoran, a sabiendas, la existencia de este tipo de actividades. Personalmente me hace pensar de ellos que, efectivamente, han avanzado el carácter de la República en algo, que la han hecho crecer más. La han llevado a convertirse de una Banana Republic, como hemos sido llamados despectivamente en el pasado, a una más amplia de Platanal.
Las historias descritas más arriba, y las opiniones expresadas, no están inspiradas en el despecho y el odio. Nacieron de mi experiencia personal. Tienen un rostro, un nombre y un patronímico propios. No buscan la difamación vil y gratuita. Por el contrario, con ellas aspiro meramente a iluminar un aspecto de la verdad desde una perspectiva individual. Es tiempo de que los Pinochos de Madera al frente de nuestra nación, junto a sus fieles o forzados seguidores, acaben de crecer. Para convertirse, con acciones correctas y justas, en seres de carne y hueso. Tal y como le sucedió a Pinocho, el famoso carácter del escritor italiano Carlo Collodi.